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Pbro. Lic. Armando González Escoto • Director de Publicaciones del Sistema UNIVA

 

El debate entre federalismo y centralismo ha sido una constante en la historia de México. En el siglo XIX se resolvía por medio de golpes de estado y levantamientos armados. En el siglo XX la fuerza del presidencialismo, reviviendo el porfiriato, lo mantuvo estático. El siglo XXI amaneció con la debacle del presidencialismo, así que no era necesario esperar mucho antes de que nuevamente surgiera esa tensión permanente, a falta de una madurez política sustentable.

El debate ha oscilado igualmente entre cuestiones de ideas, conceptos de soberanía, autonomía política, diferencias jurídicas, o simple y llanamente, se ha centrado en cuestiones de dinero.

Desde una mirada muy simple y prejuiciada la cuestión radicaría en definir quién se va a robar el dinero de la gente, si la federación o los estados, o a qué partido favorecerá el gasto público ejercido y, por lo tanto, gasto clientelar. Ya sólo estos asuntos, así mirados, podrían desencadenar guerras, pues “poderoso caballero es don dinero” y “con dinero baila el perro”. Pero no es tan sencillo.

Desde el punto de vista de una justicia distributiva, que ya sabemos que no es justa porque no es equitativa, los estados que más riqueza produce quieren recibir una mayor aportación, o en su defecto, “salirse” del convenio fiscal. La actual postura, al menos formal, es que los estados más pobres reciben la ayuda de los más ricos a través de una mayor percepción de dinero, aún si producen poco. Para ello, la federación se ha dado a la tarea de controlar cada vez mayor número de impuestos, más de los que la propia constitución determina como impuestos federales.

De hecho, parte del debate actual radica en este punto: ya que la federación se está llevando impuestos que no le corresponden y, además, los redistribuye de manera aleatoria, diez estados de la república amagan con salirse del convenio fiscal, amago ambiguo, pues lo que debería hacerse es un nuevo convenio fiscal, si el anterior es ya irreformable.

Y, sin embargo, desde la perspectiva de la sociedad, el problema no es quién distribuye el dinero, sino con qué honestidad e inteligencia lo hace, también, a quienes más aportan les gustaría saber hasta dónde ese apoyo excepcional a las regiones menos productivas las ha hecho producir más o sólo ha logrado hacerlas más dependientes y atenidas.

Todo saldría mejor si tuviésemos una sociedad democrática participativa, algo que ningún gobierno, estatal o federal, se ha preocupado en fomentar, preocupados como suelen estar todos en asegurarse la siguiente elección. En su lugar sólo hemos tenido simulacros de consultas ciudadanas, o toma de decisiones por mayoría de los asistentes a un encuentro, que de ningún modo representan a la totalidad.

En el entretanto debería inclinarse el esfuerzo en consolidar, depurar, garantizar y hacer confiable a la auditoría general de la nación, con la finalidad de que la ciudadanía esté segura de que la riqueza por todos producida se usa de manera honesta, invirtiéndola en aquello que la hace más productiva, sin dejar de apoyar, contra resultados, a las regiones más pobres del país.

 

Publicado en El Informador del domingo 8 de noviembre de 2020