Dr. Fabián Acosta Rico • Docente e Investigador UNIVA Plantel Guadalajara
Hay a quienes no les interesa o les es ajeno el mundo de los cómics; no obstante, a muchos sorprendió el boom de la batimania para finales de los años 80, originada por la buena recepción en cines de la versión del “murciélago de Ciudad Gótica” de Tim Burton. Antes de este suceso mundial, las historietas y con ellas los superhéroes eran un asunto de jóvenes y de adultos conocidos en la escena de la cultura pop como frikis.
Ahora, los superhéroes estaban de regreso. Uno de las grandes plumas del mundo del cómic, Alan Moore, dignificó el género con su novela gráfica, Watchmen regalándonos una historia con alto valor literario, personajes complejos y temáticas de actualidad y de relevancia política, social e incluso filosófica. Con de Watchmen, los superhéroes pasaban a ser un artículo de consumo también para un público culto.
En la aclamada novela gráfica de Moore, todo comenzó cuando en los años treinta del siglo pasado los criminales empezaron a usar máscaras para no ser identificados por la policía. Genial idea. El delinquir común se volvió una verdadera fiesta de disfraces. A imitación, los policías completaron el carnaval citadino vistiendo también heroicos trajes. Surgía así la primera generación de superhéroes. En estricto sentido, eran en realidad una partida de ciudadanos comunes, bien intencionados, con máscaras, capas y mallas. El primer, único y verdadero metahumano surgiría, décadas después, de un accidente de laboratorio. Los seres humanos jugando, cual dioses imprudentes, con las partículas subatómicas darían nacimiento a un ser capaz de alterar la realidad en su estructura molecular. El Dr. Jonathan Osterman accidentalmente quedó encerrado en una cámara de prueba donde se experimentaba con energía nuclear. Sólo quería recuperar sus lentes. El artefacto se puso en funcionamiento en automático. El cuerpo del científico, en un santiamén, quedo desintegrado. La aparente desgracia resultó ser toda una apoteosis. El Dr. Osterman resucitó con un cuerpo resplandeciente de tonos azulados. Sus extraordinarias habilidades lo convertían en algo más que un súper-tipo, él era lo más cercano a un dios. Capaz de tele-transportarse a cualquier parte de la tierra e incluso del sistema solar, el mundo le quedaba chico y los seres humanos poco a poco le empezaron a resultar indiferentes.
El lema que guía moralmente a Spiderman es: “todo gran poder conlleva una gran responsabilidad”; y un poder que va más allá de lo imaginable suscitará, por obvias razones, la desconfianza y el miedo. Batman, por muy amigo que sea de Superman, tiene trazado un plan de contingencia para él y para todos los demás miembros de la Liga de la Justicia, por si repentinamente se vuelven malvados y deciden utilizar sus súper-poderes para tiranizar o abusar de la humanidad.
Con el Dr. Manhattan hay muy pocas previsiones que tomar. Había que atenerse a su complacencia y apostar a que conservara, después de su transformación, un mínimo de empatía por los seres humanos. Y así ocurrió al menos por un tiempo. Durante la presidencia de Nixon ganó para su gobierno la Guerra de Vietnam. Y esto resultó poca cosa si la comparamos con el hecho de que los soviéticos le temían; el Dr. Manhattan era el arma disuasiva que mantenía amagado el poderío nuclear comunista. Luego de pelear las guerras de su país y de ser todo un garante de la paz, se sumó a una alineación de superhéroes en la que estaba su viejo conocido, el Comediante (el tipo rudo y desalmado del equipo) Búho nocturno II, Espectro de seda II, Rorschach y Ozymandias (el hombre más inteligente del mundo).
Igual que en el comic, en la película (de la cual partimos en este análisis) todo comienza con la muerte del Comediante. Rorschach (el misterioso personaje de la máscara de test psicológico, cambia formas) se obsesiona con este asesinado y emprende toda una investigación. Cree este sociópata de oficio vigilante que la muerte de su amigo no fue una simple venganza; sus instintos le dicen que hay algo más grande, una mente orquestando el exterminio del resto de los miembros de su equipo. Permitiéndome adelantar el final, el genio de tras de este asesinado fue precisamente el rico empresario, Ozymandias. Con engaños convenció al Dr. Manhattan de construir un artefacto que replicaba su poder y produciría energía ilimitada. Este sofisticado dinamo sería utilizado en realidad como arma para destruir varias ciudades del orbe. El Comediante sabía de estos planes y lo pagó con su vida.
Ozymandias concretó su plan y los gobiernos del mundo: comunistas, capitalistas y no alineados, quedaron convencidos que la destrucción de una decena de mega polis como Hong Kong había sido perpetrada por el Dr. Manhattan. La devastación tenía impresas sus huellas. Rusos y estadounidenses hicieron las paces ante un enemigo común.
Muchos idealistas y soñadores como Herbert Marcus y con él, todos los hippies de los sesenta, imaginaron que las naciones del mundo, los pueblos de todos los rincones del planeta superarían sus diferencias, apaciguarían sus odios y domesticarían sus pulsiones violentas por el poder más grande de todos: el amor. El amor crearía una nueva civilización y haría posible la utopía de la hermandad universal.
Los cómics e historias de superhéroes como Watchmen nos enseñan, como bien lo decía Maquiavelo, que más poderoso que el amor es el miedo. Decía el autor de El Príncipe, si tú, gobernante, tienes que elegir entre el amor o el miedo de tus gobernados elige el miedo: más que el aprecio gánate el respeto y la sumisión de tus súbditos. El miedo es una emoción muy auténtica. Bien dice el refrán: “cuando miedo hay ni coraje da”. Como lo cuenta la película, hasta que tuvieron a un homo deus a quien temer y por tanto odiar en común, las superpotencias dejaron de apuntarse entre sí con sus ojivas nucleares.
Ya no por accidente, es muy probable que el Homo Deus un día emerja de un centro avanzado de investigación transhumanista, como lo propone la novela gráfica de Warren Ellis, Super God. El día que eso suceda, no tendremos como humanidad motivos para festejar, sino más bien para temer. El suprahumano, igual como puede ocurrir con la inteligencia artificial (AI) no estará allí para cumplir con las leyes de la robótica de Isaac Asimov. Sin querer escucharme integrista, puede ocurrir que deseando crear a Dios es probable que terminemos dándole existencia no a un Dr. Manhattan (él al final de la película enfadado de la humanidad se va a explorar otros mundos) quizás lo que surja de nuestros tubos de probeta sea un Darkseid o un Ultron, es decir, una creatura más que divina… artificial, fría, desalmada y amoral a quien le seremos indiferentes o incluso desechables; nuestro falso Dios podría terminar siendo nuestro contemporizado diablo.