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El olvido es un suburbio de la muerte

Mtro. Miguel Camarena Agudo • Encargado de Corrección y Estilo UNIVA

 

“Los marineros viajan por todo el mundo

viajando donde reina la felicidad,

esta vida es genial pero es demasiado corta

¡pasa volando en un flash!

¡Sí, Capitán!

¡Sí, Capitán!

El Capitán dice que todos nuestros viajes son un sueño.

Esa es la vida de un marinero.

Siempre estamos contentos

¡Cantemos juntos en armonía!”

Del corto Blue Gypsy de Emir Kusturica

 

Casi siempre que se escribe, se escribe desde el pasado. Se mira hacia atrás buscando encontrar entre los rescoldos fragmentos de vida, para darle a nuestro presente un poco de sentido. Pero tal pareciera que conforme pasa el tiempo más nos alejamos de la costa objetiva de la vivencia. Quizás en el fondo por eso se escriba, para no olvidar. La escritora Cecilia Magaña dice escribir para revivir sus muertos, Gabriel García Márquez lo hacía para no morir. Ambos dichos son una especie de negación del olvido.

Cuando pienso en la necesidad de expresarnos artísticamente encuentro también una necesidad de trascendencia. Desde las cuevas de Altamira hasta nuestras modernas galerías, museos y bibliotecas, se ha buscado conservar siempre algo. Algo que alguien hizo diciendo –por aquí estuvo…- incluso hoy, en el hecho tan trivial de tomarse una foto, existe esa necesidad de permanencia.

En cierto modo hacemos lo que hacemos, como una forma de dejar un rastro de nuestro efímero paso por este mundo. Algunos de manera sublime otros de forma negativa, algunos otros condenados al olvido casi de inmediato, como sucede con los nadies o los sin rostro. Su desaparición, su muerte se traduce en el sencillo y frío lenguaje de las matemáticas, se convierte en una estadística.

Pero volviendo a la dicotomía olvido y memoria, en “Biutiful”, una película de Alejandro González Iñárritu, esto se muestra en unas cuantas escenas. Bastaría recordar a Uxbal mirando con sus dos hijos las fotos de su padre muerto en México, irónicamente tras huir del franquismo; o la escena en la que él toca (con lo que yo denominaría, una lúgubre ternura) el rostro de su padre muerto recién exhumado, al que por cierto ve por primera y última vez. Sin dejar de lado uno de los momentos más duros del filme, Ana la hija de Uxbal se da cuenta de su grave enfermedad, este le pide entre abrazos y lágrimas, en un sucio y decrépito baño de Barcelona, que no lo olvide.

No sé si a los muertos les sirva más que a nosotros su propio recuerdo, pero su ausencia nos sigue resultando un vacío inamovible, seguramente, tan sólo disoluble con nuestra propia muerte. Tal y como Brassens compuso y cantó en “Les copains dábord”: pero jamás, nunca jamás/ se cerraba el hueco que dejaba en el agua/ Cien años después, maldita suerte/ seguía faltando.

Por lo pronto no nos queda más que llenarnos de vivencias (con aquellos que consideramos importantes en nuestras vidas), acumular recuerdos significativos, mirando con nuestros propios ojos, escuchando con nuestros propios oídos y sintiendo con nuestra propia piel, aniquilando el olvido, porque algún un día o una noche cualquiera la muerte pasara y nos mirará de frente, anunciándonos el final.

 

“Si un segundo ha durado la vida yo viví un millón de veces más y no me arrepiento de haberte querido pero sí de no haberte olvidado mientras pude. Ahora el sol ha dorado mi cara, aún el sol brillará mucho más, tan sólo me queda el recuerdo de tu alma y tal vez…”

– Fabulosos Cadillacs