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El Culto a los marginados

Por 30 enero, 2019noviembre 26th, 2019Convocatorias

Mtro. Miguel Camarena Agudo, Proyectos Sociales y Religiosos • Docente UNIVA Plantel Guadalajara

 

“El arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma”

Bertolt Brecht

 

El fin de semana, echando un vistazo en el Facebook como comúnmente lo hace cualquier persona desocupada u ocupada, me topé con una nota que me llamó mucho la atención. Esta trataba sobre un escritor argentino galardonado con un premio. En la nota había fotos de él con un uniforme de limpieza del tren subterráneo. Así es, el escritor Enrique Ferrari de 44 años con 5 novelas, un par de libros de cuentos y otros escritos había sido reconocido por su trabajo creativo siendo un empleado de limpieza.

En la entrevista Enrique Ferrari soltó una frase con la cual dilapida ese asombro que muchos podrían tener sobre su caso y por otro lado denuncia el prejuicio inveterado de creer que la cultura es producto exclusivo de un sector privilegiado y acomodado: “Es la extrañeza capitalista y burguesa pensar que los trabajadores no tenemos que ver nada con la cultura”, J.G Ballard en la misma línea diría lo siguiente: “La ficción actual está dominada por novelistas de carrera, con los resultados, que cabe esperar siempre que los arribistas dominan una profesión y es posible que los grandes escritores del futuro tengan que llevar una vida tan desordenada y contra toda regla. Sólo entonces serán capaces de escapar de esta asfixiante monocultura que amenaza con sepultarnos”.

Esta “monocultura” de la que habla Ballard en realidad se nutre a raudales de aquellas vidas o historias forjadas en la dificultad, llegándolas a convertir en narrativas propias. El miserable, el delincuente, el paria, el yonki, el gay, el proscrito, el enfermo, el indígena, la minoría, son el bagaje por excelencia de la nombrada alta cultura. Y si esa narrativa no les pertenece directamente, se han apropiado de quienes la han trabajado desde de esas condiciones.

En los últimos años me he dado cuenta, gracias a las redes sociales, cómo se ha dado un incremento en el consumo de escritores y artistas alternativos. Si se quiere de manera superficial, en las redes sociales afloran los “frasólogos”, dígase de aquellos que no leen de forma directa las obras de los autores, sino, se dedican a cazar frases por aquí o por allá, en portales de internet dedicados a ello, por mencionar un caso. Lo importante es la frecuencia creciente de menciones a escritores, músicos, cineastas, etc., que hacen su arte como J.M. Servín lo dijo, “desde la ironía, desde la rabia, el desafío, el desencanto y la deriva”, de artistas que van a contracorriente del establishment. Cada vez y con más frecuencia se citan a los Carver, los Bukowski, los Fadanelli, los Baudelaire, entre otros.

Por otra parte el tema de la “extrañeza” (expresada por Ferrari) provocada por la capacidad artística de los denominados marginados es cierta, pero, curiosamente los aspectos surgidos en el underground, se han convertido en modas y estilos de vida visibles a todas luces. Por ejemplo el rap, el tatuaje, la perforación, el graffiti, entre muchas otras expresiones surgidas de los bien conocidos marginados, se han mezclado y creado nuevas tendencias artísticas dentro de las esferas más elevadas. Se ha abolido el derecho de exclusividad de los símbolos, tanto de arriba como de abajo. Hoy podemos ver las obras de artistas callejeros como Banksy subastarse en cientos de miles de dólares en las galerías más ostentosas.

Lo interesante en todo esto es la fuerza con que muchas manifestaciones artísticas, en específico el cine, muestra una realidad que nos confronta con aspectos, si bien, no visibles para todos, no por eso inexistentes o irreales.

Permítame sugerir una breve lista de ello, producida en el séptimo arte: El odio (1995) de Mathieu Kassovitz, Trainspotting (1996) y Slumdog Millionaire (2008) de Danny Boyle, El club de la pelea (1999) de David Fincher, Ciudad de Dios (2002) de Kátia Lund y Fernando Meirelles, Tiempo de Gitanos (1988) de Emir Kusturica, Amores Perros (2000) y Biutiful (2010) de Alejandro Gónzalez Iñárritu, La ley de Herodes (1999) y El Infierno (2010) de Luis Estrada y entre ellas la más reciente película de Alfonso Cuarón, Roma. Todas estas creaciones cinematográficas de gran calidad tienen en común denuncia a las injusticias sociales en cualquiera de sus dimensiones, así como la dureza y las dificultades padecidas por muchos seres en esta aldea global. Seres humanos anónimos que si no hubieran tenido lugar dentro de las tramas del cine o la literatura (de donde muchos directores toman su fuente de inspiración) se hubieran perdido para siempre. Todas estas películas comparten de manera irremediable “el culto de la marginalidad”, el culto a los “nadie”, a los sin nombre. En ellas, la pobreza, la desigualdad, la injusticia, la violencia, el fracaso, la discriminación, están presentes, ayudando reventar las burbujas de muchos obnubilados, generando un grado de empatía o por lo menos de consciencia que como decía Marx, esa de nada sirve sino se lleva a la praxis.

El arte y los artistas no deben olvidarse de su dimensión histórica y de su responsabilidad social. Sean del estrato social que sean, tienen la obligación de rebelarse a la dictadura del consumismo, negándose en mayor o menor medida a convertirse en un mecanismo “estupidizante” y banal del statu quo, y más en el caso particular de México, cuya realidad es violenta en sus múltiples dimensiones. Dando voz a aquellos despojados de cualquier musicalidad, imagen o palabra, inyectando la pasión y el coraje necesario para sublimar mediante formas creativas, todas aquellas frustraciones contenidas durante tanto tiempo. Creando una narrativa diferente a los determinismos sociales y culturales.