Pbro. Lic. Armando González Escoto • Director de Publicaciones del Sistema UNIVA
Quinientas palabras no bastan para expresar siquiera de manera somera la serie de cualidades que hicieron tan valiosa la vida de don Enrique Varela Vázquez.
Nacido en 1928, se constituyó en una de las personalidades protagónicas en la reconstrucción del tejido institucional de Jalisco, luego de los treinta años devastadores que siguieron a la revolución mexicana.
Desde los diversos espacios de la Cámara de Comercio con la cual colaboró hasta el fin de sus días, don Enrique trazó y sostuvo un conjunto radial de puentes en favor del diálogo, de la unidad y el compromiso por el bien de todos, guiado siempre por un principio que para él fue fundamental: la diversidad no debe convertirse en enemistad, adversarios sí, enemigos nunca. Por lo mismo los sindicatos, los partidos políticos, las academias culturales, los organismos empresariales, las organizaciones civiles, el espacio público y el privado, el estatal y el federal, el secular y el eclesiástico fueron vistos como los múltiples radios que permiten a la rueda girar y hacerlo con sentido y dirección.
Hombre de una pieza, firmemente establecido sobre principios y valores permanentes, supo cumplir con su vocación humana, desarrollando las virtudes propias de su condición de una manera ejemplar. La honradez, la honestidad, la discreción, la lealtad, el profundo respeto hacia todos no fueron parte de un discurso, sino de un estilo de vida, iluminado por el sentido del humor, la agudeza de pensamiento, el ingenio vivo, la palabra elocuente, la incapacidad permanente para expresarse mal de nadie, y por eso, hombre cabal.
La roca firme de su rica personalidad fue todo el tiempo su fe cristiana, sin poses ni extremos, pero libre de claudicaciones. Fue justamente esa claridad de pensamiento religioso sin ambigüedades lo que le convirtió en lazo confiable para madurar la relación entre la Iglesia y el Estado. Siempre fiel pero nunca alfil.
Humano y cristiano, las dos dimensiones armónicamente entrelazadas, volcado todo el tiempo hacia los demás, construyó para su familia una vida digna, alejada de la ostentación, con sencillez y austeridad, esa misma austeridad que le hizo huir siempre, honestamente, de los honores y los reconocimientos que tanto le ofrecieron el estado, la Iglesia, y los organismos privados. Sólo por Guadalajara aceptó finalmente el premio de la ciudad, con lo cual más que resultar honrado, honró al premio mismo. Pocos tapatíos como él han servido con tanta inteligencia y constancia a nuestra ciudad, velando por su identidad sin por ello desatender su prosperidad.
Su vida fue longeva, noventa años, sin perder el buen humor, a pesar de sus enfermedades y postreras limitaciones, con una memoria prodigiosa en que se hallaba escrita la historia de un siglo, el siglo de estas tierras, con lujo de detalles, nombres, fechas, lugares, sucesos, anécdotas, se tratara de temas políticos, religiosos, deportivos, culturales o empresariales. Todo el tiempo asiduo y crítico lector, siguiendo el pulso del país y del estado, generador de opinión y promotor de opiniones, espíritu joven, amigo siempre cercano y confiable. Este es el tipo de personas cuya muerte nos hace comprender a fondo lo que significa la expresión “pérdida irreparable”.
Publicado en El Informador del domingo 27 de noviembre de 2019