Maricarmen de la Lastra García • Alumni de la Licenciatura en Administración de Empresas, UNIVA Plantel Uruapan
En un lejano lugar, donde nacen los caballos más finos del mundo, nació el más hermoso y sano potrillo de color dorado… Era un caballito juguetón y risueño.
En un lejano lugar, donde nacen los caballos más finos del mundo, nació el más hermoso y sano potrillo de color dorado. Era un caballito juguetón y risueño.
Sus padres: un finísimo caballo de color marrón; y su madre: una yegua también muy fina de color blanco, eran los más felices del lugar, pues sabían que tenían el potrillo más hermoso de todas las familias de caballos.
El caballito comenzó a crecer… sabiéndose tan hermoso, empezó a convertirse en un potrillo malcriado, grosero y arrogante; pues tantos comentarios sobre su color tan particular y su hermosura, le habían hecho daño, ocasionando que se sintiera superior a todos.
Todas las mañanas iba a beber agua a la orilla del lago, lo primero que hacía era ir a contemplar su imagen. El sol intensificaba su bello color, haciéndolo resplandeciente. Brillaba como brillan las monedas nuevas de oro; su dócil cabellera dorada se movía al capricho del viento. Parecía que brotaban de él destellos fulgurantes, su hermosa y graciosa silueta estaba llena de gallardía.
El potrillo siguió creciendo, convirtiéndose en un bello garañón…
Una mañana en que fue a beber agua a la orilla del río, el caballito se encontró con un raro ejemplar; era un feo animal de carga: orejón, peludo, tosco de facciones, panzón, con patas cortas y un horrible color gris opaco.
Sintió mucha repulsión al ver a aquel animal. Le parecía tan feo y muy poca cosa.
El animalito se dio cuenta de la presencia del caballo, pero no se preocupó. Continuó bebiendo agua, hasta satisfacer su enorme sed.
El caballo esperó impaciente para ver si el animal se retiraba al ver su presencia, pero al ver que no lo hacía, se dignó a preguntarle con voz muy altanera:
—¡¿Quién eres tú, no sabes que debo ser el primero en beber el agua del lago cada mañana?!
El animalito continuó bebiendo el agua, sin preocuparse por la pregunta del caballo.
Furioso el caballo le reclamó:
—¡¿Qué no te das cuenta que te está hablando el más hermoso ejemplar equino de toda la comarca?!
El animalito volteó, mirándolo con sencillez y le contestó:
—Sólo veo a un caballo que viene a cubrir su necesidad de tomar agua.
—¡Esto es inaudito! Gritó furioso el caballo, relinchando con gran enojo; mientras lo hacía, los destellos de su cabellera le seguían en cada movimiento, resplandeciendo como el mismo sol al amanecer.
Tratando de contener su ira, volvió a preguntar al animalito:
—¡¿Puedes decirme quién eres?!
—Soy un asno. Vengo acompañando a mi amo en un largo viaje. Por ello cargo en este morral algunas cosas que nos servirán para el viaje.
—¡Pues que te quede claro, que nadie bebe agua del lago, hasta que no lo haga yo!, dijo el caballo déspotamente.
El burrito sin inquietarse, movió su cabeza dándose por enterado del comentario del caballo, pero sin darle importancia.
El caballo continuó su camino. Paseaba plácidamente por los verdes campos llenos de flores. Le gustaba mucho trotar con elegancia para buscar la admiración de todos los animales que habitaban en el lugar. Se recostaba sobre las flores lilas que brotaban entre el pasto, tratando de esconderse; sabía que mientras hubiera sol, su color lo delataría y como una llamarada intensa se destacaría en cualquier lugar, aún oculto entre las flores del campo. Comía con mucha paciencia, creyéndose admirado por todos los de su raza y en general por todos los animales.
Los padres del caballito se sentían muy culpables del comportamiento de su hijo. Comentaban con profunda tristeza el gran error que habían cometido por haberlo hecho sentir tan especial y superior a los demás animales.
Una mañana, el caballito galopaba con toda su potencia por los verdes campos, corría con gran agilidad y destreza. Sabía que nadie era mejor que él. Que mientras más rápido corriera, a lo lejos se apreciaría el halo de luz dorada que iba dejando a su paso. De pronto, para su gran sorpresa tropezó cayendo estrepitosamente, golpeándose muy fuerte en la cabeza y lastimándose terriblemente una de sus patas delanteras. Cayó con todo su peso en un charco de lodo, perdiendo el sentido por completo a consecuencia del golpe.
Despertó al comenzar la tarde, mareado y con un fuerte dolor de pata. ¿Qué pasa?, se preguntó: ¿por qué no han venido a recogerme?
Pasaron los minutos y nadie se acercaba. ¿Qué es lo que sucede? ¿Por qué no me ayudan? Se sintió muy triste y por primera vez se dio cuenta que no contaba con ningún amigo. Nunca se dignaba a saludar a nadie, había sido grosero con todos y se sintió avergonzado de sí mismo. No podía pararse, el dolor en la pata era insoportable y tenía mucha sed. Nadie se acercaba para auxiliarle. Tuvo mucho tiempo para recapacitar y darse cuenta que no era tan distinto a los demás y que también necesitaba de ellos. En eso, sintió la presencia de alguien. Tenía los rayos del sol frente a sí y no pudo darse cuenta de quién era. Sintió que vendaban con mucho cuidado su pata lastimada. Y después, en un recipiente le ofrecieron agua fresca del lago. Sediento bebió desesperadamente hasta saciarse.
Avergonzado y con la mirada baja, preguntó tímidamente:
—¿Quién eres? El sol no me deja verte, ¿por qué me has ayudado?
—Soy el asno viajero. Pasaba cerca de aquí y el resplandor de tus rayos me hicieron voltear. Al principio creí que comenzaba un incendio, pero cuando me acerqué me di cuenta que eras tú. Te vi desmayado y fui por ayuda… Sólo que… Hizo un largo silencio y el caballito inquirió:
—¿Qué pasó? ¿Nadie quiso venir a ayudarme, verdad? —Dijo con profunda tristeza.
—Bueno… es que los demás animales se encontraban demasiado ocupados, dijo el burrito, tratando de no lastimar los sentimientos del caballo.
—No… No fue eso… he sido tan arrogante que nadie quiso venir a ayudarme. Dijo al borde del llanto el pobre caballo.
—Ven, dijo dulcemente y con compasión el burro. Te he vendado lo mejor que he podido con una sábana que traía en mi morral. Trata de levantarte. Te ayudaré a volver a tu casa.
El caballo intentó pararse y después de mucho rato, logró hacerlo. Cojeaba dolorosamente, pero el burrito trató de ayudarle lo más que pudo y le sirvió de apoyo. Con gran esfuerzo caminaron por la vereda más corta que los haría llegar más pronto. En el camino, el caballo pudo ver la forma en que lo veían los animales:
La hiena, lo veía con mucho odio. En eso recordó que alguna vez se había burlado de las grandes orejas de sus hijos y agacho la cabeza.
Pasaron por donde estaba el gran oso. Éste lo miró desafiante, pues el caballo le había dicho con mofa que era torpe y tosco para correr. De nuevo el caballo volteó la mirada hacia otro lado.
Encontraron a su paso a un cuervo, quien se acercó para reclamarle al caballo:
—Y bueno… ¿No habías dicho que todos caeríamos rendidos ante tu majestuoso color dorado? ¿Recuerdas tus palabras, hermoso corcel?— dijo con un tono muy burlón, pues el caballo se encontraba lleno de tierra y lodo, su reluciente color estaba opacado.
—¿Recuerdas que me dijiste que mi color negro aunque brilloso siempre sería el color de la muerte? ja, ja, ja… rió el cuervo con todo el descaro que pudo y se fue aleteando gustoso, alegrándose por la desgracia del caballito.
Ya casi para llegar, la noche se había presentado. El caballito se sentía rendido y muy triste. El dolor de su pata era insoportable, pero no tanto como el que sentía en su corazón. Se había dado cuenta que ser arrogante y engreído sólo le había servido para ganarse el odio de los demás. Pensó que se merecía el desprecio de todos. Recordó avergonzado el incidente que tuvo con el asno apenas hacía unos días y dijo para sí: “Este burrito me ha dado una gran lección: me enseñó que no importa la condición que tengamos, sino las acciones que realizamos en la vida“.
El caballito sanó de sus heridas. Y sanó también su corazón, al volverse sencillo y gentil con todos los animales del bosque.
FIN
Ilustraciones de Maricarmen de la Lastra García.