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El muerto que vivió 96 años

Mtro. Miguel Camarena Agudo · Encargado de Corrección y Estilo del Sistema UNIVA

 

En algún momento de la preparatoria estuve trabajando en una bodega de papel y cartón para reciclaje. Bueno decir bodega es un eufemismo, en realidad era una casa vieja cerca de la prepa uno, muy espaciosa y derruida. En uno de sus costados tenía señales de haber sufrido un incendio. En el baño había una bañera cuya exuberancia en el pasado debió alojar a los propietarios de ese lugar, quienes seguramente ya habían muerto para esas instancias. Era de dos pisos, pero por su tenebroso aspecto a mí me cabreaba explorar otros rincones. Me limitaba a la gran sala donde separábamos y ordenábamos el papel y el cartón. Espacio que no estaba exento de sustos, porque pasaban unas ratas del tamaño de un pug. Al principio sentía repulsión, pero después me daba la impresión de que eran una especie de prisioneras, junto con los fantasmas que hacían ruidos o tiraban cosas, estaban cansadas y aburridas de la monotonía de sus vidas. Y se les notaba porque salían sin ningún empacho, si había gente o no, su paso era lento, no trataban de evadir a nadie, incluyendo a la muerte.

Pero bueno, más allá de las ratas el interés de escribir esto es porque hace unos días soñé a don Marín, como le decían al viejo de 94 años que me había dado empleo en ese lugar. Un tipo locuaz a sus casi cien años de edad. Vivía solo en un departamento y no perdía la ilusión de volverse rico, como alguna vez lo había sido. Don Marín era un rico venido a menos, el alcohol y las mujeres se habían encargado de ello. Admiraba la belleza femenina y me prometía cada que veíamos a un de esas musas, que iríamos los dos a ver los toros con una mujer para cada quien y con vino, paella y puros. Yo me reía de sus ocurrencias, sin dejar de admirar su ímpetu de vida. Obviamente hablando de eso, le encantaba hacerle mofa a los viejos que estaban en silla de ruedas o estaban más desvencijados que él, orgulloso de su condición. Yo pensaba, que sí, que era un fenómeno y que seguramente si hubiera llegado a los 120 años se burlaría de mí de la misma manera.

Don Marín me pagaba 50 pesos por medio tiempo y me daba todos los libros o revistas que me interesaran, los cuales se compraban a 3 pesos el kilo, si mal no recuerdo. Ahí me encontré con más escritores que en toda mi educación preparatoriana, Flaubert, La Fontaine, Ricardo Garibay, Félix Vargas, Maupassant, Erasmo, Cicerón, Stevenson, entre otros. También tuve la fortuna de rescatar del reciclaje algunos números de la revista LIFE donde aparecían Fidel Castro y el Che Guevara, todas del mismo año en que la Revolución Cubana había triunfado. Sin embargo, la mejor paga que recibía eran todas las historias que el dueño del negocio me contaba sobre su vida.

Él había nacido en Oaxaca, producto del matrimonio forzado entre un hacendado de 40 años y una jovencita de algunos 16 años, a inicios del siglo XX. A los 6 años su madre enferma y él se toma el caldo con el cual la estaban tratando, contrayendo la enfermedad y muriendo. Justo la noche anterior al día de su entierro, se levanta del ataúd vomitando y sacándoles el corazón del susto a los presentes –conocí la vida y la muerte en una misma vida- me decía carcajeándose.

Me contó que cuando creció y heredó las tierras de su padre hizo negocios con los nazis antes de la Segunda Guerra Mundial, vendiéndoles hierro. Y que los indígenas que trabajaban en las minas eran tipos recios y de poca palabra –estaban resentidos los huehuenches, por eso no hablaban con los blancos- me confesaba don Marín, quien, además, era un racista sin escrúpulos. Para él todos los morenos eran “huehuenches”, sin importar si eran indígenas o no. Curiosamente en ese tiempo tuvo una relación muy cercana con uno de ellos, Juan era su nombre y según su historia los indígenas de la región en la que tenía las minas tenían la creencia del “tonal”. Esa creencia consiste en que cuando un niño nace alrededor de la casa dibujan un círculo de cal y el primer animal que pise se convierte en el protector del recién nacido. Juan una tarde después de trabajar, fue con don Marín a platicar y mientras hacían planes para el día siguiente, Juan vio un halcón que se posó en la rama de un árbol justo frente de ellos. Se quedó callado y se despidió abruptamente de su patrón, diciéndole que lo disculpara, que tenía que preparar sus cosas. Pasaron los días y Juan no se aparecía por la mina. El aprecio que don Marín le tenía lo hizo irlo a buscar, y ahí, en su jacal, le dijo su esposa que había muerto el día en que habían platicado la última vez –Juan llegó esa tarde y me dijo que había visto a su tonal y que venía por él- le dijo la mujer.

Muchas cosas más le escuché hablar a ese viejo eterno, que en estos días me visitó en sueños. Lo último que supe de él es que lo habían internado en un asilo en Reynosa, donde paso sus últimos días haciendo padecer a todo el personal y compañeros de residencia. Según me platicó su nieto, se hizo fanático de una boina parecida a la de los combatientes cubanos, la cual ni para bañarse quería que le quitaran. El viejo vivió sus últimos años emulando a un guerrillero, supongo así es que como se debe vivir y morir: luchando.

Qué extraño es que a veces los muertos nos visiten en sueños, cuando quizá el olvido ya los había enterrado. Pareciera es una forma de rebelarse a la tumba y seguir latiendo en el corazón y la memoria de los otros.

Una vez más se sigue hablando de los muertos…