Pbro. Lic. Armando González Escoto • Director de Publicaciones del Sistema UNIVA
Nos hemos preguntado ¿por qué razón México tiene tan pocos ciudadanos reconocidos con premios internacionales? Desde luego el galardón mundial de mayor valía es el premio Nobel, que solamente han recibido tres mexicanos, uno por su trabajo en el campo de las letras, otro por su elevada actividad diplomática, y uno más por sus trabajos científicos. Ningún político mexicano, por supuesto, ha sido galardonado jamás con este premio, que sí ha sido entregado a tantos otros por su destacado liderazgo político y social, hacia dentro o hacia fuera de su país, como sería Luther King, Mandela, Tensín Gyatso, Obama, Gorbachov, Walesa.
Lech Walesa es un político polaco, recibió el premio Nobel de la paz en 1983.
Lech Walesa condujo por muchos años una importante lucha en favor de la democracia en su país natal, Polonia, y lo hizo con el perfil y la estatura de un verdadero estadista. La estatura y el perfil de los políticos mexicanos ha vuelto a ser uniformemente mediano, el que corresponde a los activistas de partidos políticos convertidos en bolsas de trabajo, donde la sociedad y la nación no son la meta, sino solamente el medio para mantenerse en la nómina y en el poder que da tantos privilegios en países de democracia ficticia, como el nuestro.
Lech Walesa es hoy día un conferencista invitado como ponente de universidades y foros internacionales de muy alto nivel, donde es objeto del respeto y del reconocimiento de todo tipo de personalidades. Cuando nuestros líderes sindicales políticos acuden a encuentros, por ejemplo, a Estados Unidos, el único recuerdo que dejan es el del dispendio que exhiben.
La realidad evidente es que México sigue careciendo de políticos en el mejor sentido del término, en su lugar tiene operadores astutos y sagaces que saben moverse en las entretelas del poder, con la garantía de no creer en nada, lo cual los capacita para ponerse al servicio de la causa que sea, a tenor de los dividendos que les genere.
Este hecho hace de la división de poderes la más grande farsa del sistema político mexicano, y constituye, sobre todo en la relación entre Poder Ejecutivo y Poder Legislativo, una lamentable trampa que cada tres y seis años se renueva y se ahonda.
Para que un presidente pueda gobernar, se dice, debe tener la mayoría del congreso a su favor, con lo cual la separación pretendida entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo desaparece de inmediato. Pero si tiene el congreso en contra, entonces no puede gobernar, porque en México la oposición es entre partidos, no entre propuestas objetivamente valoradas, sea quien sea el presidente o sean quienes sean los partidos representados en el congreso. Pero ¿cómo podrían valorarse iniciativas de ley, reforma de leyes, o cualquier propuesta de interés social, si los legisladores carecen lo mismo de edad, experiencia y conocimientos en su mayoría?
Para que la relación entre los Poderes Ejecutivo y Legislativo funcionara de manera honesta, tendrían que estar constituidos por personas honestas en lo que hace a la función que deben desempeñar. Por eso nuestros políticos no son invitados a ningún foro internacional, a no ser que alguno tratara sobre las mil y una maneras de frustrar la democracia, mantenerse en la nómina periodo tras periodo, o de cómo llegar a un puesto público careciendo por completo del perfil adecuado.
Los gobiernos que tenemos se apoyan más en la publicidad que en los resultados, más en los aduladores acríticos, que, en los analistas objetivos, más en las intrigas que en las estrategias transparentes, por eso el país sigue en el pantano.