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El arte sin belleza

Cristina González Martínez • Egresada de la Licenciatura en Filosofía UNADIS

 

La belleza, o lo que gusta, no podría de ninguna manera

servirnos de base para una definición del arte.    

Tolstoi

 

Desde la antigüedad hasta el siglo XVIII, aproximadamente, el hombre había conjugado la reflexión sobre el arte con la de la belleza, llegando inclusive a identificar el primero como expresión de la segunda, sin embargo, el desarrollo histórico de la estética ha deslindado al arte de tal encomienda, en virtud de que el arte como expresión cultural de todos los tiempos, pone de manifiesto aquellos intereses de la sociedad que van desde el culto a los dioses y a Dios, hasta las modas de vanguardia de nuestros días, que de acuerdo con las categorías estéticas, no siempre serán bellas expresiones artísticas.

En su raíz alemana, arte se deriva de “ser capaz de” y significa “habilidad, pericia, sabiduría”, de tal suerte que el artista será quien es capaz de, pero en forma eminente; sin embargo, en su raíz latina también se refiere al artesano, sería aquel capaz de elaborar una obra sensorialmente perceptible y con imaginación, la diferencia está en que el artesano elabora buscando la utilidad de su creación y en teoría, el artista buscará la belleza, en su raíz original así lo fue en alguna época, hoy en día ya no, puede sí buscar la belleza el artista, pero no sólo eso, ni necesariamente.

Por otro lado, la belleza se enlaza etimológicamente con contemplar. Bello, significa originariamente: contemplable, digno de verse; pasa luego a significar luminoso, brillante, resplandeciente, de donde paulatinamente nace el significado actual (Brugger,1995).

Entre los filósofos de la antigüedad se atribuyen a Sócrates tres categorías de la belleza ideal, que correspondería a la naturaleza, la espiritual que sería la que refleja el alma a través de la mirada y la útil o funcional. Sin embargo, la belleza, según Platón, rebasa el plano físico, puesto que para él la belleza para ser tal, ha de ir de la mano del plano intelectual, exige el arte dialéctico para captar la verdadera belleza. Algo que san Alberto Magno y Sto. Tomás de Aquino sintetizan en cuanto a la armonía de la forma, misma que denota la esencia y el núcleo del ser, cuyo contenido expresado por la unidad, la verdad y la bondad, darán como resultado que tales atributos serán de un brillo luminoso, cuando se esté frente a una auténtica belleza.

Y es que resulta que cuando el hombre no permite que su visión sea empañada por el «demonio» de la belleza que lo cautiva y lo sitúa en la sola belleza corporal, entonces en la belleza se percibe un reflejo del más allá, de la absoluta perfección de Dios y de su creación.

En nuestros días el arte ha pasado a ser objeto de estudio de la estética, prescindiendo de la belleza. Walter Benjamin habla de cómo la reproducción de las obras de arte ha dado lugar a que el arte se vuelva algo cercano, a costa de su sacralidad de otros tiempos, se ha ganado en extensión y perdido en intensión, convirtiéndolo en un objeto de consumo, se le despoja de su valor y se convierte en un sucedáneo de arte, que complace a las masas.

Lo kitsch inunda el mercado, un “arte popular que se vende como si fuera lo que no es. El arte ya no se encuentra con el absoluto, entrará en espacios que no eran suyos, como el espacio urbano o natural, así como a su disolución no artística como la moda, el diseño y la publicidad, se está frente a la estetización de la existencia, surgiendo así la transestética, de la que habla el filósofo francés Gilles Lipovetsky.

La estética no podía sustraerse de la posmodernidad que ha permeado todos los ámbitos de la vida del hombre, de tal suerte que habiendo estado siempre en estrecha alianza con el pensamiento filosófico y con la historia del arte, hoy en día ha traspasado las fronteras de tales espacios y se encuentra convertida en una moda que marca tendencias en la tecnología, en la mercadotecnia, en la industria automotriz, en fin en todo aquello que forma parte de la sociedad de consumo, en el mundo capitalista.

Es posible seguir la crítica de Lipovetsky desde algunas de las características de la sociedad posmoderna: positiva, transparente, flotante, dinámica y global.

La sociedad positiva elimina los conceptos de verdad y bondad con objeto de evitar el conflicto, relativizándolo todo de acuerdo con principios subjetivos, lo que permite que aquella axiología que orientaba los gustos, el pensamiento y la conducta del hombre, desaparezca y en su lugar prevalezcan los valores subjetivos, dando como resultado el hiperconsumo, entre otras cosas.

La sociedad transparente es permisiva, todo puede ser visto y tolerado en todas partes, todos tienen derecho a todo, es una cierta democratización de la vida que, en el caso del arte, lo ha convertido en una expresión cultural democrática, más que estética propiamente dicho, y que le ha abierto las puertas a espacios que le eran ajenos como el capitalismo, los mass media o la tecnología, por ejemplo.

La sociedad flotante es la que ha perdido sus raíces, el desarraigo se presenta en la naturaleza de las cosas y tristemente, también de las personas, olvidando lo que las cosas o las personas son esencialmente, se adopta la moda que será la que marque lo que se quiere que sean las cosas y las personas, de acuerdo con las tendencias del momento.

La sociedad dinámica imprime velocidad, casi vértigo, a la producción y consumo de todo: ropa, electrodomésticos, películas, automóviles; llegando a considerar a las personas como un bien más que será desechado en cuanto pierda su utilidad o pase de moda.

Finalmente, la sociedad global comprende el que todo se dé en todas partes, las campañas de publicidad de cualquier producto de una compañía transnacional, serán publicitadas en todos aquellos países en los que la compañía esté presente, trasladando la moda de un país a otro, las tendencias culturales de un país a otro, los valores estéticos de un país a otro, lo cual irá conformando una generación de expresiones artísticas híbridas y es así como aparece en el mapa cultural de la posmodernidad la transestética de la que habla Lipovetsky, cuyo mayor riesgo es, justamente la pérdida de la esencia de la estética, como aquella preocupación del pensamiento filosófico acerca de lo bello, de lo trascendente, de lo que eleva el espíritu.

Muestra de lo expuesto es el Belén de la plaza de San Pedro en el Vaticano con motivo de la Navidad del 2020.

El Nacimiento dentro de la tradición cristiana es una representación plástica del misterio de la Encarnación, invita a los cristianos a la reflexión acerca del amor de Dios hecho hombre, sin embargo, las figuras del Belén citado, sin negar su calidad artística, lejos de invitar a la oración, parecieran trivializar el citado misterio y convertirlo simplemente en una expresión de arte posmoderno y sincretista.

No obstante, consideramos que es posible esforzarnos por rescatar y plasmar en el arte, lo bello de la naturaleza y lo sublime de la belleza humana, que habrán de prevalecer por encima de todo arte transestético, como camino de elevación del hombre a la Belleza esencial de la que participan toda belleza material y espiritual.