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La importancia de la familia en la educación

Mons. Alfonso Cortés Contreras • Arzobispo de León

 

La educación como introducción a la realidad

Para hablar de educación debemos mirar la realidad y así referirnos a la esperanza de un padre o de un maestro y partir también de nuestra experiencia de hijos y alumnos. Todos hemos tenido la experiencia de nuestros padres, de nuestra casa, de nuestros hermanos. Probablemente, venimos de una familia donde nuestros padres nos enseñaron con el ejemplo a rezar, unos padres que miraban un horizonte más amplio y nos invitaban a andar detrás de ellos sin necesidad de decírnoslo.

A nuestros padres los encontrábamos despiertos, cuando nosotros regresábamos a casa, por muy tarde que fuera. Cerraban la puerta hasta que regresaba el último hijo y nos decían “Ve a dormirte porque mañana tienes que ir a trabajar”.

A un tío mío, el día antes de morir, paralizado en su lecho de dolor, completamente afónico, le pregunté cómo estaba, y me respondió de la misma manera como había respondido toda la vida: “Todo es gracia”. Mi tío era así. Y así era también mi tía; vivían para sus hijos y para los demás.

Sé bien que me pueden objetar: “cosa de otro tiempo, hechos y costumbres de un mundo que no existe más”, y la observación sería absolutamente razonable.

Pero yo les he hablado de mis padres o de mis tíos porque creo haber aprendido de ellos un criterio fundamental, que el tiempo ha demostrado como absolutamente decisivo es el camino educativo. Y este criterio lo podría definir así: que la educación es un problema de testimonio. No es un problema de niños, o de adolescentes o de jóvenes. Si hoy están a la deriva, no es por su culpa (mejor dicho, también por su culpa), sino que la primera responsabilidad es la nuestra.

En la “educación” el problema no es la generación de los hijos, sino la generación de los padres, no la generación de los alumnos, sino la de los maestros. En otras palabras: los hijos vienen al mundo como hace 100 o 1 000 años antes, con el mismo corazón, con el mismo deseo, con la misma razón de siempre, caracterizados por un insuprimible deseo de Verdad, de Bien, de Belleza, es decir, con el deseo de ser felices.

¿Pero cuáles padres, cuáles maestros, cuáles testigos tienen enfrente? Cuando pienso en cómo nos observan los jóvenes a nosotros, los sacerdotes, concluyo que nos observan en silencio, no nos piden nada en particular, no tienen necesidad de nada, sólo nos observan como observan a sus padres en casa. Recuerdo algunas veces que he entrecruzado miradas con los jóvenes y me da la impresión de que aquella mirada contiene una pregunta que invariablemente, no he podido responder. Es como si me preguntaran: Obispo, según tu fe, asegúrame que vale la pena venir al mundo.

Esta, me he dicho siempre, es la pregunta de la educación. Esta experiencia la viví en un pueblo indígena de Morelos, Xelistac, y desde entonces resuena continuamente en mí la sonrisa en el rostro de un adolescente que me ayudó en la misa como acólito: Al quitarme los ornamentos no sé por qué llegamos al tema de los papás. Y aquel adolescente, con su acento indígena me dijo: “mi papá es muy bueno” y riéndose con sus ojos, su rostro se le llenó de alegría: ¿saben que estaba aconteciendo en el corazón de ese ser humano? Estaba recreándose, estaba lleno de vida. Los hijos, los alumnos siempre preguntan: ¿Cuál esperanza tienes? Por eso, yo tengo necesidad de tu respuesta para creer tus sugerencias, tus enseñanzas, hasta las cosas que me dices que estudie. Te puedo dar crédito sólo por una grande esperanza presente. La educación comienza cuando un adulto intercepta esta pregunta y siente el deber y la responsabilidad de responder. Y queda claro que no puede responder con reglas, recomendaciones o teorías: puede responder sólo con la vida.

 

Lectura y comentario del Deuteronomio 6, 20-25

Cuando en el futuro tu hijo te pregunte: ¿Qué significan estas instrucciones, estas leyes y estas normas que el Señor Dios les ha dado? Tú responderás así a tu hijo: éramos esclavos del faraón en Egipto y el Señor nos sacó de Egipto con mano poderosa. El Señor obró ante nuestros ojos obras y prodigios grandes y terribles contra Egipto, contra el faraón y contra toda su casa. Nos hizo salir de allá para conducirnos al país que había jurado dar a nuestros padres. Entonces el Señor ordenó poner en práctica todas estas leyes, temiendo al Señor nuestro Dios para ser siempre felices y conservarnos en vida, como estamos ahora. La justicia consistirá para nosotros en poner en práctica todos estos mandamientos, delante del Señor nuestro Dios, como nos ha ordenado. Dante, en el Paraíso interrogado por san Pedro sobre la fe, dice: “Aquella querida alegría sobre la cual toda virtud se funda, dime, ¿de dónde viene?”. Por qué podía yo desear, siendo niño, ¿ser como mi papá? ¿Por qué presentía, sabía que mi papá sabía las cosas que en el camino eran importantes saber? Sabía del bien y del mal, de la verdad y de la mentira, de la alegría y del dolor, de la vida y de la muerte. Es decir, sin discursos y sin predicaciones me introducía a un sentido último y positivo de la existencia, de todos los aspectos de la vida. Era el testimonio viviente de una verdad conocida.

Si la educación, como dice don Giussani en “Educar es un riesgo”, es “introducción a la realidad total, es decir, a la realidad total hasta la afirmación de su significado”, bien, entonces mis padres y mis tíos hacían exactamente esto. Y esto, me parece, es precisamente lo que les falta a los jóvenes hoy. Han crecido sin que se les haga esta oferta: “la hipótesis explicativa de la realidad” y por esto, llenos de miedo, perennemente indecisos frente a todo, tristes y por lo mismo, frecuentemente violentos. Porque bien lo sabemos, nosotros adultos: no podemos permanecer por largo tiempo tristes sin llegar a ser malos. Pero démonos cuenta de que la tristeza de los hijos es hija de la nuestra, su aburrimiento es hijo del nuestro. He aquí a nuestros padres y a nuestros antiguos maestros, lo digo intencionalmente con una paradoja: nos han educado porque no tenían el problema de educarnos, de convencernos de algo. Lo deseaban, ciertamente, hacían oración para esto, pero era como si nos provocaran: yo soy feliz, vean nuestras vidas, vean si encuentran otra cosa y decidan. Buscaban con esfuerzo su santidad, no la nuestra. Sabían que santos a nuestro momento lo podríamos ser sólo por nuestra libre elección.

 

La educación como misericordia

Pero todo esto no ha sido suficiente, no ha sido suficiente porque se ha metido en la relación entre ellos y yo, algo que lo ha agrietado. Tenía 17 años de edad y no obstante la educación recibida en casa se asentó en mí con la duda, el escepticismo, más aún, me metí en una crisis profunda, con la cual sufría mucho. Lo que más me hacía sufrir era que la nada -el vacío- hacía sufrir también a mis padres, a mis hermanos, a mis amigos: era un sentimiento de inconsistencia de la realidad, se me derrumbaba todo encima. Miraba a mi madre trabajar en casa y lloraba porque sentía que algo se la estaba llevando, todas las cosas que quería perdían consistencia.

Viví un año o dos en una crisis muy profunda, abandonando evidentemente la práctica religiosa, que no me decía más nada; más aún encaraba a una hermana que asistía a un grupo de apostolado, diciéndole: “Dime de qué cosa te habría salvado el Salvador, de qué cosa te habría redimido el Redentor. Son como los demás, más aún peores que los otros, sufren y mueren como los demás, ¿dónde está la salvación? ¿Después de que sales de misa el domingo que cosa de más puedes decir de ti misma a los demás de lo que cualquiera puede decir? No podía decir entonces lo que hoy me puedo responder: que lo que Jesús ha dado a mi vida es simplemente mi “yo”, el “yo”, una persona que antes no existía, una conciencia de sí y de las cosas que antes no existían, y que era lo que yo estaba buscando.

¿Qué había faltado en la educación que había recibido? Una respuesta general: es un problema de método, de trasmisión. La genialidad de la contribución de la Iglesia a la educación es cuando nos damos cuenta de que teniendo el don de la fe, siendo un acontecimiento presente, sea finalmente decible y comunicable. Problema de tradición. Trasmitir la elemental radicalidad del cristianismo: una presencia viva, capaz de iluminar las contradicciones de la existencia en modo convincente. No la solución de los problemas, sino un nuevo punto de vista para afrontarlos, no una teoría contrapuesta a las otras teorías, sino, por decirlo como Guardini, “la experiencia de un grande amor en el cual todo viene a ser acontecimiento en su ámbito”.

Es el gran reclamo de Benedicto XVI en el memorable discurso de Verona a la Iglesia Italiana. Amplíen la razón, enfrenten la modernidad para recoger todo lo positivo, pero también para denunciar las insuficiencias de una cultura nihilista y relativista que se ha construido en los últimos siglos y que en muchos aspectos se ha revelado enemiga del hombre. Esto es tener una idea de la educación como misericordia, como caridad, aquella experiencia a través de la cual Dios viene a tu encuentro ahí donde estás: no te pide primero cambiar, no te pide primero hacer tal cosa, es ahí donde estás, con tus gustos, con tus intereses, con tu temperamento, con tus pecados.

Cuando una vez vi el rostro de un joven a quien le regalé, no la Biblia, sino dos libros sobre la filosofía existencialista porque era ese su interés, entonces comprendí: que la educación es la misericordia en acto, por la cual Dios nos viene al encuentro ahí donde estamos. Es la naturaleza misma del amor. Gratuidad absoluta en esto consiste el amor: que Dios nos ha amado primero, mientras todavía éramos pecadores” …Esta identificación de la Educación con la misericordia lleva consigo unas consecuencias que me parecen decisivas:

1.- Que la Educación no se apoya sólo sobre técnicas psicológicas o pedagógicas o sociológicas. Es la oferta de la propia vida a la vida del otro. Es la oferta de una propuesta de vida existencialmente significativa y convincente que tiene sus raíces en la experiencia alegre y cierta del testigo. Si para educar bastaran sólo las palabras hubieran llovido evangelios, y no fue así, vino Él, compañero de nuestra pobre existencia.

2.- Si es así la acción misionera de la Iglesia debe ser: dar testimonio donde los hombres viven, donde los jóvenes consumen su juventud, en primer lugar, en la escuela. No es posible imaginar el desarrollo de la acción pastoral en ámbitos cerrados, diversos de los lugares del estudio y del trabajo, y donde se divierte. Es necesario recomenzar a encontrar a nuestros hermanos los hombres ahí donde ellos viven sus propios intereses, sus afectos, su inteligencia y sus trabajos… Una fe que no se demuestre pertinente a su vida real, que no se muestre capaz de exaltar el yo, el corazón y la espera del otro, no podrá jamás suscitar curiosidad e interés y deseo de seguir.

3.- El problema con los hijos y con los alumnos no puede ser hacerlos cristianos, hacer que oren, hacerlos que vayan a la Iglesia. Si nos comportamos así sentirán como una pretensión de la cual deben defenderse y tomar distancia. Todo el secreto de la educación me parece que es este: tus hijos te observan: cuando juegan, no sólo juegan, cualquier cosa que hagas te observan de reojo, que te vean alegre o fuerte frente a la realidad es el único modo que tienes para educarlos.

Alegre y fuerte no porque seas perfecto, (qué triste es cuando escondemos a los demás nuestras debilidades), sino porque tú eres el primero en pedir y en obtener todos los días el perdón. Así con ellos te muestras libre, libre también de equivocarte, libre de la angustia de querer mostrar una coherencia imposible, porque tu tarea de padre es simplemente mirar un ideal grande, y ellos te provocan, estiran la cuerda elástica, te ponen siempre a prueba: son tus hijos pródigos. Es lo que en educación se llama: “función de coherencia ideal”. La gran función educativa es: que tú estés, que tú permanezcas, que estés ahí y quizás ellos se alejen y desde allá ellos observen, y si tú estás en tu lugar, si tú tienes una casa, volverán, aun cuando hagan cosas peores. A veces no comprendemos que “estar, es la primera forma de dar”.

Esta solidez, esta certeza que tú tienes y que vives con tus amigos y con tu esposa, es la única cosa de que tienen necesidad los hijos para ser educados, es la única cosa que también sin saberlo nos piden, y sobre este testimonio se apoya su esperanza. Se trata de apostar todo sobre su libertad. Piensen en la parábola del hijo pródigo (que desde que leí el libro del santo Padre siempre la llamaré “la parábola de los dos hermanos”): nosotros tenemos siempre la tentación de detener a los hijos en casa, y sin embargo, ellos quieren salir, medirse con la realidad, y nosotros nos empeñamos en tenerles bajo una campana de vidrio. Tenemos miedo de su libertad, porque es una ruptura, una herida que sangra. O también confundimos con nuestro llagar ser como ellos: yo también dejo la casa junto contigo, así al menos estoy a ojo de vecino. Pero que desesperación para nuestros hijos si, queriendo un día regresar a casa, no tienen a nadie que los espere, que los perdone. Es el riesgo de educar: Un amor ilimitado por la libertad del otro, porque es esta libertad que el Padre ha amado y ha estimado hasta la ruptura del hijo que se va.

 

La educación como impulso misionero

En una ocasión un niño les preguntó a sus padres (estaba en primaria) “¿Nosotros somos una familia normal?” Porque todo lo que se oye dice lo contrario: escuela, TV, amigos. Entonces comprendieron que el niño sentía una extrañeza entre la enseñanza de su casa y la vida, la vida en el mundo normal. Se trataba de hacerles ver otro “mundo”, otro mundo en este mundo. Entendieron que les pedía hacerle ver que la cosa funcionaba en verdad, que había amigos, familias, realidades, movimientos, iglesias, oratorios, parroquias, misiones que, nos ayudan a entender y a tener de cierto que si es llamado a enfrentar el mundo tendría en su bolsa razones suficientes con todo el peso de los testigos; que será un mundo minoritario, el que en un cierto modo vive, pero que debe ser un mundo verdadero, familias verdaderas, amigos verdaderos, casas verdaderas, etc.

Cuando educamos con el amor y el testimonio, las preguntas de los hijos y de los alumnos pueden ser respondidas con valor moral y así les ayudamos a vencer la incertidumbre, la duda; y así poder decir a los demás que se puede salir de casa fortalecidos con un juicio fuerte, con una cultura, con una caridad, con una esperanza que los hace tenaces para enfrentar las categorías culturales de este mundo aparentemente hostiles.

Que se une con aquello que he dicho al inicio: El testimonio de un ideal grande, verificado y verificable cada día comparado con el horizonte de la experiencia humana, con todo el mundo. De tal manera que podamos decir “esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe”. Pero deben recibir una propuesta decidida, entera de tal manera que tenga en cuenta todos los aspectos de la realidad y todas las dimensiones de la persona. Siendo conscientes de que el éxito no está en nuestras manos: no sabemos que reserva Dios para nosotros, para el país, para el mundo. Debemos aceptar probablemente la idea de que seremos una minoría, un pequeño rebaño, fuerte sólo en dos cosas: la certeza de que “las puertas del infierno no prevalecerán”, y la certeza de su misericordia, lo que la tradición llama “mérito”. Es decir, que, por la esperanza de algunos, muchos serán salvados, como enseña el episodio bíblico de Abraham que negocia con Dios la salvación de la ciudad por el mérito de diez justos.

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