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Dr. Juan Manuel Madrigal Miranda • Docente UNIVA Uruapan

 

La esperanza es una forma de ser, es una disposición interna para actuar en favor de lo que puede nacer o suceder cuando existen las condiciones. La esperanza implica paciencia pues, lo nuevo puede requerir un largo proceso. Implica energía, vivacidad, conciencia y razón. No es un simple tener anhelos y deseos, no es tener expectativas pasivas. Las burocracias usualmente son obstáculos para la esperanza.

La falsa “esperanza pasiva” o resignación no trabaja aquí y ahora, por lo nuevo benigno que se desea sino que espera ingenuamente que lo deseado suceda en el futuro, mañana o pasado, o en “la otra vida”. Esto último es una idolatría del futuro, inclusive lo “diviniza” pero sin que uno haga algo por ello. El culto al “Progreso” es una forma de esta resignación ingenua, incluso han existido políticos que han pensado que el futuro (la historia) decide por sí mismo lo correcto y falso, olvidando que somos los seres humanos quienes moldeamos el futuro y lo actual, con nuestras propias elecciones y actos.

La esperanza pasiva en realidad es impotencia y desesperanza disfrazada. A veces toma forma de aventurerismo político, voluntarismo sin estrategia ni tácticas, son irracionalidades de izquierda o de derecha. La esperanza no es conformismo comodino ni violencia para imponer una visión. La resignación es desesperanza inconsciente.

La esperanza y el conformismo pasivo tienen que ver con la estructura de carácter personal, es decir, con la forma en que se mueve la energía física y psíquica de una persona. Al conocer el carácter psicológico de un individuo es posible conocer su pensamiento y conducta.

La hiperactividad y sobrestimulación sensorial, son factores que permiten a los individuos no distinguir entre resignación (falsa esperanza) y esperanza (activa y racional). El estrés y superficialidad de conciencia nos encadenan a repetir “más de lo mismo” destructivo, sin sentido benigno.

Es posible afirmar que la esperanza es un factor clave de toda forma de vida (véase, Erich Fromm, La Revolución de la esperanza, Ed. FCE, México, 1982, p.18-34) Fromm, pone el ejemplo de como muchas flores y árboles buscan la luz del sol. En toda semilla late (esperanza) la posibilidad de germinar. San Agustín de Hipona habla de cómo la esperanza o podríamos decir también confianza, es innata en los niños, por ejemplo, cuando la mamá le da una fruta a un niño, este no espera que lo van a envenenar y cuando lo llevan de la mano a la escuela, no piensa que lo conducen a algo malo. Nos acostamos con la esperanza de despertar, tanto que ponemos el despertador. La esperanza es inherente a la dinámica de la estructura de la vida y del espíritu humano.

La fe racional es una convicción derivada del conocimiento de lo real que se está gestando. Este conocimiento va más allá de lo aparente. La fe y la esperanza no predicen el futuro sino que descubren y actúan a partir del presente y sus posibilidades. La fe es certidumbre en base a la visión pero es paradójica en cuanto acepta cierta incertidumbre. Esto libra del fanatismo. La fe implica que el ser humano y el mundo pueden cambiar.

La fe irracional es pasiva, pues espera solo pensando que vendrá lo deseado sin co-actuar con la voluntad de Dios, que ya se sabe que es algo benigno y misterioso. La esperanza acompaña a la fe y se apoya en ella. La fortaleza es indisoluble de la fe y la esperanza. La fortaleza es la capacidad de no caer en un optimismo pasivo y en la fe idólatra, resignada, conformista.

La vida es movimiento y cambio. Así, la esperanza es indisoluble de la transformación personal y social. El conformismo lleva a la decadencia y a la violencia. Al vincularse la esperanza a la fe racional entonces la concepción de la resurrección se hace más universal pues cada acto de amor, conciencia y justicia es un acto de resurrección, de revificación, donde quiera que se de (nación, proyecto, religión). El amor y la justicia social no son para realizarse por la participación humana en “otro” mundo o vida, sino en este mundo de injusticia social y destrucción ambiental.

Los profetas hebreos dieron la versión clásica del mesianismo, de la realización óptima de la Creación, de la vida social, la tierra y los animales. La esencia del mensaje de estos profetas (Isaías, Jeremías, Amós, etc.) fue compartir una Visión del Futuro y dar las alternativas prácticas para construir aquí y ahora esa cotidianidad deseada. Estos profetas hablaban de posibilidades prácticas, elección y libertad. Mantenían una tensión entre lo establecido o dado y lo que estaba naciendo y podía madurarse si se unían esfuerzos.

Pero en el Antiguo Testamento, en el Libro de Daniel (140 a.C) se dio una versión distinta a la profética clásica, la cual era una versión histórica “horizontal” y se cambió por una versión puramente “vertical” y apocalíptica, de esperanza pasiva, fatalista, pues no se tomó en cuenta la voluntad humana con sus elecciones y acciones, pero sobre todo, se ignoró la capacidad humana para hacer, crear y transformar. De aquí que la historia de la Iglesia Católica y del cristianismo en general, ha oscilado entre la esperanza conformista y pasiva, y el camino participativo de ligar la espiritualidad crística con los procesos socio-económicos y políticos.

Todos nacemos con esperanza pero ¿por qué la perdemos y nos entregamos a la dependencia, a la injusticia, al abuso, al conformismo, al aburrimiento y al pesimismo? Existen causas históricas y personales, una de ellas es la convivencia con conformistas e ignorantes de lo vital; otras se frustran por sus limitaciones económicas, sociales y de relaciones humanas fallidas, pero quizá la causa más influyente es la quiebra del amor a la vida y del sentido de vida, del Ideal de Vida. Así se endurece nuestro corazón; nos hacemos egocéntricos, narcisistas, nos establecemos en un falso yo, en una falsa conciencia.

De esta manera, nos congelamos al perder la empatía y la voluntad de amar, nos aislamos aunque estemos rodeados de otras personas, dejamos al mundo a su inercia caótica. Sin esperanza solo nos queda un estilo de vida fragmentado, atomizado, aburrido, injusto, feo o de sobrestimulación sensorial para intentar anesteciar nuestro vacío existencial o confusión y desesperanza; así caminamos sin proyectos de bien común para los humanos, la naturaleza y la biodiversidad.

La inseguridad, la violencia y el desequilibrio ecológico, son signos de la desesperanza. La esperanza es la fuente de energía para la biofilia, un amor a la vida incondicional y benignamente creativo.

 

 

 

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