Hoy honramos solemnemente a San Pedro y a San Pablo “Apóstoles de Cristo, columnas y fundamento de la Ciudad de Dios”. Su martirio es considerado como la auténtica acta de nacimiento de la Iglesia de Roma. Estos dos apóstoles dieron su testimonio supremo a poca distancia de tiempo y de espacio uno de otro: primero fue crucificado San Pedro y, sucesivamente, fue decapitado San Pablo. Su sangre se fundió en un único testimonio de Cristo, de forma que impulsó a San Ireneo, obispo de Lyon, a mediados del siglo II, a hablar de la “Iglesia fundada y constituida en Roma por los dos gloriosísimos apóstoles Pedro y Pablo”. Precisamente por esto, el obispo de Roma, Sucesor del apóstol Pedro, desempeña un ministerio peculiar al servicio de la unidad doctrinal y pastoral del pueblo de Dios esparcido por todo el mundo. Por eso, incluso hoy en día, el Papa invoca la autoridad de los santos apóstoles Pedro y Pablo, cuando en sus actos oficiales y más solemnes tiene la intención de referir la tradición a su fuente: la Palabra de Dios, ya que sólo de la escucha fiel de esa palabra, en el Espíritu, la Iglesia puede alcanzar la perfección en el amor.