El evangelio de hoy parece que recoge un momento en el que los discípulos se sentían desolados y abandonados. La tormenta en el lago arreciaba. Las olas eran más altas que la barca. Todo se movía. Estaba oscuro porque las nubes de la tormenta tapaban el sol. Y los discípulos pensaron que el fin estaba cerca, pero Jesús dormía. Está claro que Jesús se mueve en otra onda, a otro nivel. Duerme tranquilamente porque sabe que no es más que una tormenta. Y, como dice el refrán, “siempre que llueve escampa”. O no escampa. De hecho, a Jesús le llegó el momento en que la tormenta no pasó. Le llegó la tormenta definitiva. Fue el momento de la cruz. Pero allí mantuvo la esperanza en su Padre del cielo. Contra todas las apariencias, contra todos los pesares, creyó en su Padre, confió en que no le iba a dejar en la estacada. Eso no disminuyó el dolor ni la angustia. Lo vemos en su grito en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Pidamos a Dios la gracia de tener Fe en las adversidades de cada día.