Cuando hablamos del llamado de Dios, solemos pensar en los sacerdotes, ya que es común escuchar esta idea en relación con ellos. Sin embargo, la realidad es que todos hemos sido llamados por Dios desde nuestro nacimiento para cumplir una gran misión: amar.
Frente a este poderoso llamado de Jesús, podemos sentirnos como Pedro, quien, tras la pesca milagrosa, reconoce su propia fragilidad al confesar: «Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador» (Lc. 5, 1-11). Pero Jesús lo anima a no tener miedo y lo invita a ser «pescador de hombres». La pregunta que surge hoy es: ¿Cómo podemos también nosotros «pescar hombres»?
San Juan Pablo II afirmaba: «El amor me lo ha resuelto todo». La forma más efectiva de atraer a otros hacia Dios es amando a su manera, ya que Dios es amor. Y el primer paso para amar es reconocerse amado. Esta es la pedagogía divina: cuando nos aceptamos como seres frágiles y necesitados de Dios, Él responde con amor.
Por ello, podemos proponernos ser un reflejo de ese amor en nuestra vida cotidiana. Hemos sido creados para amar, y esto se manifiesta en actos concretos: usar nuestros talentos para servir a los demás, esforzarnos cada día por ser mejores, abandonar el egoísmo y pensar en el bienestar de otros. El amor, después de todo, implica relacionarnos tanto con nuestros hermanos como con Dios, quien nos llama a esta misión.
Oración:
Señor, me has llamado, pero siento miedo y me paralizo ante la falta de amor a mi alrededor. Aquí estoy, transfórmame en un instrumento de tu gracia. Quiero amarte amando a los demás y aprendiendo a amarme a mí mismo.