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DIOS NO ES UN DIOS DE MUERTOS, SINO DE VIVOS (MC. 12, 18:27)

En este pasaje del Evangelio continúa con una serie de situaciones que surgen entre escribas y ancianos del tiempo de Jesús, quienes constantemente le persiguen y tratan de hacerlo quedar mal con sus seguidores, por lo que estos hombres envían a unos fariseos, y, así le cuestionan sobre el tributo al César y tratan de dejarlo en ridículo al preguntarle sobre la resurrección de los muertos, ya que una mujer se ha casado con siete hermanos y todos han muerto y la interrogante es, ¿cuál de los siete será su marido cuando la mujer también muera?

Jesús, como siempre, se muestra atento y responde a estas cuestiones con paciencia y sabiduría, diciéndoles que la vida eterna no es como nosotros la entendemos, pues hablamos de otra dimensión, de algo más trascendental, donde ya no existirá el matrimonio ni las preocupaciones ni otras cosas que nos inquietan aquí en la tierra. Cuando el hombre resucite, ya no experimentará sufrimiento, ya que vivirá en un estado diferente, es decir, los hombres y mujeres serán como ángeles que gozarán siempre de la presencia de Dios.

Jesús nos hace partícipes de esa vida eterna, con su muerte y resurrección todos nosotros tenemos la esperanza de una vida más plena y verdadera. Pidamos, pues, la gracia de aspirar a las cosas del cielo, a lo que no es perecedero, a los bienes del cielo y no a los de la tierra.