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En un pueblo de México

José Daniel Meza Real · Coordinador de Calidad Académica

 

En los tantos pueblos/ranchos de México, puede ser del norte, puede ser del sur, la gente no vive estresada por el tráfico, no se preocupan por llegar a tiempo a sus oficinas, viven vidas tranquilas y a veces incluso monótonas y frívolas, la diversión de los jóvenes no es salir por las madrugadas a antros donde se privilegia el derecho de admisión y se gastan fortunas en tragos mientras se apretujan en un tumulto, donde es imposible bailar a pesar de la animada música; no, en los pueblos quizá se tomen esos mismos tragos (quizá unos más económicos), pero es en la casa de Juan o de Pedro y temprano, porque por la mañana tienen que ir a atender el ganado o las tierras antes de que el sol los abrace y los deje fatigados e inmóviles. El silencio de un sábado a las 4 de la tarde solo es comparable con el de un pueblo fantasma y abandonado de las películas de Hollywood.

En uno de esos pueblos, como cada año hay un día en el que no se vive la tranquilidad, es el día de la fiesta patronal, jóvenes y viejos se visten con sus mejores ropas, los hombres de texana y botas y las mujeres con sus camisas a cuadros, jeans ajustados y también sus botas.

La plaza principal se vuelve una copia sátira de los antros donde la gente se aglutina en masa y todo para escuchar la banda que toca arriba del quiosco ubicado al centro de la plaza principal, y si encuentran un espacio a las orillas de la misma, quizá hasta bailen con aquel muchacho o muchacha que conocían desde hace tiempo, porque en esos pueblos todos se conocen y esa será su única oportunidad de estar tan cerca uno del otro sin que sean juzgados por la severa corte moral conformada por las chismosas y desocupadas señoras cotorras, y quien sabe, esos bailes hasta podrán terminar en familias de más de 10 integrantes.

Durante el año es imposible ver esa cantidad de gente reunida como en estas fechas, ni siquiera hay tanta gente viviendo ahí, algunos solo nacieron y tuvieron que huir “al norte” en búsqueda de mejores oportunidades, a esos los vemos con ropa de marca y botas de pieles exóticas, que allá donde viven tienen guardadas en un closet junto a sus botas de trabajo llenas de tierra, pintura y cemento; otros más sí son de ahí pero vienen de pueblos aledaños y como gira artística el siguiente fin de semana irán a la fiesta del pueblo de junto y luego el siguiente y así sucesivamente.

Hay diversión para todos, para los que quieren perder un poco la conciencia, hay cervezas y tequila en cada esquina, y la plaza se vuelve una cantina gigante; para los que quieren comer pueden pasar a las orillas de los portales y encontrar manjares de todo tipo, carnitas, ceviche, tostadas, tamales etcétera; un poco más lejos, hay un área llena de juegos de destreza para adolescentes y noviecitos que quieren impresionar a sus pretendientes tronando globos a cambio de un peluche o probando su fuerza con un mazo.

La gente está feliz y aun así, los más viejos dicen que ya no es como antes, que se han perdido las bonitas costumbres, y quizás los jóvenes digan lo mismo en algunos años, pero así es el tiempo, cambian las costumbres y cambia la gente.

Pero hay algo que también cambió y llama la atención, en esta ocasión no hay policías, obviamente nadie lo ha notado y si lo hicieren no se extrañarían, solo dirán claro para qué los queremos si estamos todos de fiesta, si acaso se necesitarán para detener alguna riña fruto de la combinación de alcohol y disputas amorosas. Pero la realidad es otra, esta vez no hay policías porque al parecer a kilómetros de ahí hay un gran operativo, el operativo que si sale bien quizá le otorgue al municipio un reconocimiento del gobernador acompañado de más presupuesto con el que podrán renovar las 10 patrullas que en realidad son camionetas desvencijadas que ya desde su arribo desde la ciudad capital eran de segundo uso, o quizá para renovar los uniformes viejos y percudidos de los oficiales, que seguramente también eran de segundo uso.

Aquel operativo fue emergente gracias a una denuncia anónima, una reunión de un grupo delictivo en un rancho aledaño. La ocasión perfecta, estarán borrachos y los agarrarán de sorpresa… lo que no saben es que la sorpresa se la llevarán ellos.

En el pueblo la fiesta sigue, la gente más ruidosa, más feliz y más borracha. De repente el ruido cambia, las risas escandalosas se convierten en gritos desesperados y en un extremo de la plaza donde la gente bailaba ahora corre como hormigas tratando de salvar sus vidas ante la presencia de un extraño. La música deja de sonar y permite que aquellos que confundidos solo volteaban buscando respuestas, ahora escuchen las detonaciones.

Hay confusión por todas partes, la gente corre desesperada, otros más se esconden donde pueden. Los balazos siguen y no hay nadie que los detenga.

Mariana, la jovencita que recién formaba su familia con otro muchacho del pueblo, no alcanzó a correr, estaba a unos metros de un grupo de jóvenes extrañamente opulentos, no parecían pochos pero tampoco eran locales, ella vio como llegaron dos camionetas a estacionarse junto a ellos, vio como azotaron en el piso a dos de ellos llenando de sangre la plaza, solo pudo moverse unos metros para tomar a Pedrito de 5 años en sus brazos, el niño estaba a punto de subir al carrusel, ya era su turno, era su primera vez y ahora está debajo de una banca abrazado de su mamá y de su hermanita de 3 años, su papá estaba a 100 metros tomando cerveza con sus compadres y ahora los busca desesperado, los balazos siguen, la gente corre, la gente grita, Pedrito llora, pero no está asustado, no entiende qué sucede, está enojado porque no pudo subir al carrusel con sus primos, solo quiere ir con su papá que, seguramente, sí le dará permiso de regresar, pero su berrinche no está funcionando.

En medio de aquella vorágine alcanza a ver a su papá, deja de llorar, se ven a los ojos y mientras su mamá hace un esfuerzo para sostener a su hermana, el niño se zafa de sus brazos y corre hacía su padre, tiene una sonrisa en el rostro, por fin le darán permiso de subir al carrusel, pero su papá no sonríe, le grita algo que no alcanza a escuchar, siente como su mamá casi lo alcanza pero su camisita se le resbala de las manos y ambos, padre e hijo, corren para encontrarse de forma dramática en medio de una lluvia de proyectiles y una estampida de personas que se mueven como una manada de ciervos ante el ataque de un león.

La fiesta quizá se vuelva a repetir el año siguiente, pero no será lo mismo, se perderán las bonitas costumbres, no habrá gente y quizá sí haya policías, pero serán otros porque los que había fueron emboscados un año antes a las afueras de un rancho.

Los gringos mejor se quedarán en la seguridad del país que los esclavizó. Los que hacían gira artística mejor seguirán en las reuniones en casa de sus compadres.

Y Pedrito nunca volverá a subir a un carrusel.

 

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