¡Que Dios bendiga sus jornadas, comunidad UNIVA!
¿Cuántas veces nuestras oraciones a Dios están llenas de súplicas por salud, ya sea para nosotros mismos o para algún ser querido? La enfermedad es una realidad que todos enfrentamos, sin importar nuestra condición social, cultural o religiosa. Durante su vida pública, una de las actividades más significativas de Jesús fue precisamente la curación de los enfermos.
Sin embargo, es importante interpretar correctamente esta acción de Jesús. Él mismo tuvo cuidado de evitar malentendidos. Aunque curó a muchas personas, no sanó a todos los que encontraba. El evangelio de hoy narra cómo Jesús sanó a la suegra de Simón Pedro, y destaca la respuesta inmediata de esta mujer: «Se le quitó la fiebre y se puso a servirles.»
Jesús no solo vino a sanar cuerpos, sino a anunciar que el Reino de Dios está cerca, pidiendo arrepentimiento y conversión, es decir, una transformación de vida. Sus curaciones no eran un fin en sí mismas, sino signos destinados a suscitar la fe y provocar un cambio profundo en las personas. De nada serviría sanar físicamente a alguien si no se aborda el mal más grave: el pecado.
Cuando pidamos a Dios salud, ya sea para nosotros o para otros, debemos reflexionar si en nuestra petición hay un verdadero deseo de conversión, de acercarnos más a Dios, y de alejarnos de los pecados que hemos permitido en nuestras vidas. A veces, Dios permite la enfermedad (aunque no la desea) para llevarnos a replantear seriamente nuestra existencia y motivarnos a cambiar.
Pidamos a Dios la gracia de preocuparnos primero por nuestra salud espiritual, confiando en que, si es para nuestro bien y santificación, también nos concederá la salud física.