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Mtra. Imelda María Noyola Zúñiga · Docente UNIVA Querétaro

 

Piensa en ese lugar que cuando lo visitas te emociona. Ese espacio en el que, tal vez sin saber por qué, te gusta estar. Ese lugar que añoras, que disfrutas o que recuerdas con nostalgia.

Tal vez recuerdas la calle en donde está la casa de tus abuelos o aquella en donde jugabas con tus vecinos cuando eras niño. A lo mejor pensaste en la plaza en donde paseabas con alguien especial, o en ese lugar que conociste primero en fotografías y que después pudiste visitar.

Esos lugares especiales están vivos y tienen una personalidad que resulta complicada de explicar, simplemente se siente. Para provocar que un lugar se sienta no se requiere especialmente conceptos como orden, ritmo y armonía, aunque sin duda son muy útiles. Pero un espacio perfectamente diseñado no necesariamente toca el corazón. Nadie se enamora de un maniquí.

No es fácil evocar lugares vivos. La realidad es que son más los lugares efímeros que los que permanecen. Son muchos los espacios bien construidos, bien diseñados, pero temporales. El ajetreo de la contemporaneidad apura a los profesionales de la construcción a erigir edificios de forma rápida, casi mágica, que funcionen y ya. Que sean bonitos, tal vez. Y así se van los años y la vida, y las ciudades se van llenando de cada vez más edificios y lugares deshumanizados. Y nacemos y morimos en esos espacios muertos.

Podría pensarse que construir espacios vivos es tarea únicamente de arquitectos o ingenieros, porque en algún momento se nos enseñaron los conceptos técnicos para dar hacer edificios. Las escuelas se ocupan en formar individuos aptos para construir bajo el más estricto apego a la técnica. Sin embargo, ese toque divino que trae a los espacios a la vida es una cualidad intrínseca de las personas e incluso de otros seres vivos que son parte de ese lugar, es una cualidad que existe, que se siente, pero no es posible nombrar (Alexander, 1979). Queda claro que las escuelas son expertas en formar constructores, sin embargo, resulta grave que, durante esa formación, se prepare al estudiante únicamente para lucrar con la construcción, apagando o incluso matando su sensibilidad, licenciándolo solo para crear fachadas o escenografías. Justo como menciona Alexander en El modo intemporal de construir (1979), para “dar vida” a un edificio o un barrio, no basta con el mero acto de construirlo, sino que se requiere una serie de actos a través del tiempo hechos por gente no relacionada entre sí. Solo el tiempo moldea la esencia de los lugares. Por lo tanto, urge educar más y despertar la emoción y fomentar la sensibilidad, ser conscientes de que los espacios son habitados por seres humanos y no por robots.

Seguramente, ese lugar en el que pensaste al principio te provoca una sonrisa o incluso puede que te den ganas de llorar. Ese lugar especial huele a algo en particular, el recordarlo te enchina la piel o te provoca un nudo en la garganta. Puede que cuando lo visites, no puedas contener las lágrimas, ya sea de alegría o de nostalgia. Al igual que nuestros seres queridos, los espacios también se aman, tampoco se olvidan, no mueren, sino que trascienden.

Si nuestro lector quisiera profundizar en el tema, comparto la siguiente referencia:

Alexander, C. (1979). El modo intemporal de construir. Estados Unidos. Gustavo Gili.

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