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Las identidades juveniles de frente a la postmodernidad

Dr. Fabián Acosta Rico

 

El animal no necesita de autodefinirse en ningún sentido, dado que, por un dictado de la naturaleza de sus instintos o inteligencia biológica, recibe todas las coordenadas que orientan su comportamiento y le dan identidad en el actuar. No puede desplazarse ontológicamente ni un ápice del derrotero impreso en él por sus genes; puede ser todo lo libre que desee, pero siempre condicionado por su naturaleza animal.

Cosa distinta ocurre con el ser humano; nuestra especie ha logrado desanclarse de la dictadura de los instintos; claro que conserva algunos de ellos; pero conforme se va civilizando más y más estos dejan de tener el timón de nuestra conducta; así como lo plantea la novela de Hermann Hesse El lobo estepario, la “bestia interior” en su dialéctico enfrentamiento con el hombre o dicho en términos freudianos con el super-yo, termina siendo domesticada.

Esta domesticación es lo que de común solemos denominar como socialización, literalmente aprendemos a ser seres humanos; el conocimiento que nos realiza como tales, al que le debemos nuestra humanidad, no está obligadamente codificado en nuestro ADN. En una suerte de mimetismo y de adiestramiento aprendemos los lenguajes, semióticos y semánticos, y con ellos los valores que le dan sentido, significación y valor a nuestra realidad o entorno.

Como dice el filósofo Ortega y Gasset, nuestras circunstancias nos definen; en nosotros se refrendan, en una dinámica bidireccional a través de la cual el entorno del sujeto se apodera de él; pero ese entorno, bien vale decirlo, ya no es el natural, sino el creado simbólica y materialmente por nuestra especie: es cada vez más desnaturalizado y humano. Como dato tangencial, es tal nuestro impacto sobre la naturaleza, que a esta era geológica la hemos bautizado como el antropoceno.

En el parque humano, retomando un concepto de Peter Sloterdijk, somos nosotros los que imponemos las reglas que gobiernan a nuestro actuar individual y colectivo; la naturaleza y sus leyes ya no tienen en nuestro habitar citadino ninguna jurisdicción. Hasta hace unas cuantas décadas, bien lo dice Zygmunt Bauman, nuestra modernidad, una orwelliana, era estática o sin cambios frenéticos, el mejor ejemplo de este estatismo lo tuvimos con los totalitarismos de derecha y sobre todo en los de izquierda, como el soviético. Nacer en la Unión Soviética implicaba un troquelamiento político doctrinal que definía el pensar, el sentir y el actuar del individuo.

Pero la modernidad que al final ganó, como lo explica el Dr. Bauman, fue una más dinámica y cambiante, él la bautizó como líquida. Si mis circunstancias son cambiantes, a lo largo del tiempo, con ellas también queda comprometida y expuesta a la mutación mi identidad. Las sociedades siempre han cambiado; pero, lo hacían de forma más lenta o pausada. Si pusiéramos frente a frente a dos niños uno del siglo XIX con otro del XVIII habría sin duda entre los dos diferencias culturales; pero, también muchas similitudes y puntos en común. Ahora no ocurre igual la infancia sigloveintera, es radicalmente distinta a la del nuevo milenio.

Como bien lo dice Herbert Marcuse, el progreso tecnológico y económico se ha trasvasado al ámbito cultural, tomándole la batuta y determinándole sus contenidos; entiéndase que sin dicho avance material hubieran sido casi imposible la literatura futurista de autores como Ray Bradbury y sus Crónicas marcianas o Arthur C. Clarke y su 2001 Odisea del Espacio.

Nuestro entorno sobre tecnologizado determina nuestras dimensiones identitarias; si las máquinas cambian y se revolucionan también nosotros los hacemos: todo comenzó con el ya superado homo videns; sus destrezas cognitivas y con ellas, su forma de entender la realidad, sufrieron la impronta de un aparato tan novedoso y trascendente en su momento como lo fue la televisión. El reinado de la televisión está por terminar; ahora nuevas tecnologías están moldeando nuestras capacidades de aprendizaje y discernimiento entre ellas, sin duda la más importante es el Internet.

Nicholas Carr lo detalla en su obra los Superficiales, la conciencia y con ella el cerebro humano, están siendo modelados por nuestra adicción a la Web y sobre todo por las interminables horas que le dedicamos a las redes sociales. El cibernauta contemporáneo está habituado a recibir constantemente información de todo tipo en un formato simple y abreviado, ya sea en texto, audio, imagen, video… siendo este último el más favorecido.

El Internet de un día para otro, a través de sus páginas y redes sociales, vuelve viral un acontecimiento, una tendencia o a una persona, y después, ante la avidez de novedad de los usuarios lo que fue tendencia, por un corto tiempo, simplemente pasa de moda y otra nota más actual viene a sustituirla en los listados de lo más buscado.

Hoy las identidades se definen por el consumo cultural. Antes una persona se definía por la tierra y la sangre; su procedencia hablaba de él: de quién eres hijo, a qué etnia perteneces, dónde naciste, en qué religión te educaron… ahora, resulta más determinante la época en la que viniste al mundo: qué grupos musicales estaban de moda, qué caricaturas pasaban por la televisión, qué película fue la más taquillera… Dado que vivimos en una sociedad global, estos productos culturales marcan a generaciones de todas las sociedades donde la influencia de los medios masivos de comunicación resulta avasallante; medios a los cuales las revoluciones tecnológicas han mejorado convirtiéndolos en el primer factor de troquelamiento cultural, y por tanto, creadores de identidades generacionales y tribus urbanas.

El ciudadano de la sociedad moderna estática está siendo sustituido por el habitante de la aldea global, orgulloso participante de un mercado mundial que oferta información, experiencias y mercancías. Somos consumidores de contenidos, y algunos también los crean, y es por nuestro consumo que nos forjamos una identidad; nos definen las marcas y los sellos, sobre todo de las grandes corporaciones; estas necesitan, para tener éxito en sus ventas, despertar en nosotros gustos y apetitos de consumo para después ofertarnos las mercancías o servicios consonantes, tras haber completado exitosamente un proceso de alineación ejecutado a través de los medios de comunicación, y hoy, sobre todo por la Internet. Surgen así, comunidades globales de amantes de los animales, de fanáticos del ejercicio o de amantes de la vida saludable, de defensores del medio ambiente o de luchadoras por la igualdad entre hombres y mujeres… Todos ellos son estrictamente consumidores culturales biselados por un consumo cambiante de una pluralidad de mercancías, servicios y sobre todo de información.

Estos consumos pueden consolidar lealtades identitarias más o menos estables y perdurables en los términos temporales, marcadas por los ritmos desesperados de la postmodernidad. Esta postmodernidad, cristalizada en una sociedad líquida, vende conceptos, los explota y después que se han desgastado lo suficiente los sustituye. De su factoría de identidades un día surgen fenotipos culturales como los darketos con su característico gusto por la ropa oscura, la música dark (de allí su nombre) y la literatura sobre vampiros y demás seres de oscuridad. A estos grupos identitarios culturales juveniles se les conoce como tribus urbanas y las hay de todo tipo: de aficionados a las patinetas o skatos, de fanáticos de izquierda o chairos, de apasionados de los video-juegos o gamers, de amantes de la tecnología o geeks y de los que gustan de la cultura japonesa y adoptan de ella la comida, las historietas o las caricaturas, a estos tribu-urbanos se les conoce como otaku. El abanico es amplio y así como aparecen estas tribus -tomemos el ejemplo de los emos- también desaparecen, condenados por el mercado mundial cultural en el que la permanencia está condicionada a la novedad y al inducido gusto de los consumidores.

Las tribus urbanas pueden asociarse presencialmente con otros que comparten sus gustos formando grupos que se reúnen habitualmente en parques, cafés, bares… pero, sin duda el espacio donde más socializan es en las redes sociales; crean fraternidades translocales muchas veces sin liderazgos definidos que, satisfacen, desde el ámbito de la virtualidad, su necesidad de pertenencia e identidad.

En otra escala identitaria más general están situadas y definidas las generaciones cuya clasificación basada en la fecha de nacimiento, arroja perfiles fenotípicos de personas también determinados por sus consumos culturales, actitudes estereotipadas y aspiraciones grupales. En los jóvenes se acentúa más este sentido de pertenencia a una determinada generación: en ellos ha influido de sobremanera la exposición a la tecnología, cuyos avances más significativos han apuntado hitos históricos que dejan sentir su influencia generacional: por ejemplo, los de la generación X, quienes eran niños entre las décadas de los 70’s y 80’s del siglo pasado; a ellos les tocó vivir el auge de la televisión y estuvieron sumamente influenciados por ella y el cine; además, experimentaron el tránsito de la tecnología analógica a la digital. Las generaciones más recientes también conocidas como nativas digitales o propiamente los millennials y centennials; fueron los primeros que crecieron cuando el Internet se volvió de uso común junto con los celulares; a los centennials sus padres los criaron echando mano de las tablets y de los smartphones son, por así decirlo, la generación más digital de todas; ha estado sobre expuesta, desde muy temprana edad, a la tecnología.

En estos tiempos postmodernos de megalópolis que concentran, en condiciones de hacinamiento, al grueso de la población mundial; en estas despersonalizadas urbes donde el citadino se pierde entre millones, las identidades, sobre todo las juveniles, ya no sólo se definen por las tradiciones locales y las creencias religiosas; por el contrario, cada vez pesa más en la definición y concreción de los rostros identitarios los consumos culturales que ejercemos, inevitablemente, como inquilinos de la aldea mundial.

Como bien dice Bauman, los individuos de esta postmodernidad, en particular los jóvenes también se convierten en mercancías que sales a circular -aventuradamente- en el ciberespacio, portando las etiquetas culturales que les han sido asignadas, en particular las generacionales y las que ellos han decidido autoimponerse siguiendo los dictados de la cultura de masas. De tal suerte que, dentro de esta taxonomía sociológica postmoderna, el individuo puede ser catalogado, por ejemplo, como millennial perteneciente a la tribu-urbana de los geeks con inclinaciones hípster, o puede ser encasillado como un integrante de la generación X con perfil de gamer y otaku. En estas identidades ya no figuran como dato medular: la nacionalidad, el apellido, el credo religioso… el ser humano genérico de la postmodernidad, como las figuras de Playmobil o de Lego, pueden asumir las personalidades e identidades que desee (siempre y cuando estén en el catálogo de las modas) y por el tiempo que sus veleidosos gustos le dicten.

Los hijos de la postmodernidad se saben vender en el mercado global del empleo; pero, su mejor truco y habilidad consiste en mercadear con su perfil en las redes sociales, creando para este fin, egos virtuales que, deliberadamente, esculpen con el propósito de ganar vistas y likes. Se puede hablar de una proclividad en los nativos digitales por definirse identitariamente por su visibilidad en el ciberespacio y por la aceptación y reconocimiento que reciben de los públicos de usuarios a los que desean llegar e impactar.

 

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