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El Diablo de Durango

Alejandra González Cañedo · Estudiante de la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación, UNIVA Guadalajara

 

El Diablo, solían decirle en las bulliciosas calles de Durango. Y tenían razón para llamarlo de tal manera, puesto que su fama de perro bravo se la había ganado con honores. Tras haber atacado desde al niño más escuálido hasta al hombre más fornido, y de haber vencido estrepitosamente en cada una de sus riñas, no había quien se le pusiera en frente. Cualquiera diría que de no ser un animal, se hubiera convertido en uno de esos bandidos que pasan a formar parte de la historia nacional.

Para sorpresa de todos, Diablo no era un callejero más. Su dueña, Dolores, era una mujer de avanzada edad quien había enviudado hacía muchos años. Y vaya que le hacía honor a su nombre, puesto que su mascota se había vuelto un dolor de cabeza para cada habitante de la abrumadora ciudad. Ningún vecino comprendía la razón por la que la anciana lidiaba con tan espantosa fiera, pero ella parecía feliz con la compañía de su peludo camarada.

Pero que esto quede claro, de Diablo se podrán decir muchas barbaridades, pero si una virtud tiene ese condenado, es la lealtad y el amor que le profesaba a su dueña. Cada mañana, Dolores salía de su modesta casucha para comprar pan, y no había día en que Diablo no caminara a su lado. Iban sin prisa, tranquilos, como si disfrutaran cada paso del trayecto. Pero si alguien se atrevía a fastidiar a la vieja, si alguna mocosa tenía la valentía de burlarse de su forma de andar, Diablo se enfrentaba a aquel desgraciado que había osado despreciar a su tan adorada Dolores.

A pesar del aprecio que Diablo tenía por ella, nunca fue un can especialmente dado a los placeres del hogar. En cuanto se percataba de que Dolores estaba dormida en el sillón, Diablo salía a hacer sus vagancias. Entre estas estaban perseguir a los chiquillos de la zona, robarles golosinas a los vendedores ambulantes, asustar a las mujeres que cotorreaban entre ellas, y por supuesto, no podía faltar echarle bronca a uno que otro oponente perruno.

Esto no era su culpa en realidad, puesto que el ya difunto marido de Dolores había acostumbrado al perro a ser un matón entre matones. El marido de Dolores, don Dagoberto, quería asegurarse que en cuanto tuviera que partir al más allá, dejando a su querida esposa, esta tuviera un protector decente. Gracias a tal acción tan noble, todos los vecinos maldecían al fallecido. Le daban el mérito de crear el mayor problema al que Durango tenía que enfrentarse desde la revolución, y probablemente fuera cierto. ¿Quién fuera a imaginarse que el tormento de una ciudad entera, fuera a ser un tembloroso chihuahua?

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