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El Cuerpo, el Actor y la Muerte

Jorge Ángeles · Director de Teatro Rabinal

 

Hemos vuelto después de dos años, en los que nuestro teatro estuvo cerrado para el público. No solo fue cerrar las puertas y abandonar entrenamientos, ensayos y otras actividades; también, para mí fue atravesar por la enfermedad con un período agudo de los síntomas, y viviendo, hasta la fecha, las secuelas que todavía no me permiten tener la energía para trabajar como antes la tenía.

Pero nuestro espacio tiene una particularidad. No solo es el lugar de las representaciones y de nuestra relación con el público. Desde su origen, nuestro espacio ha sido un lugar de relación con uno mismo; es decir, del actor consigo mismo y su trabajo íntimo. Antes de pensar en la relación del actor con su personaje, y por supuesto, con los espectadores, el actor debe emprender el camino del encuentro consigo mismo. Esa es, para nosotros, la primera instancia de investigación de un actor. Tenemos la asignatura de sostener como un Laboratorio Teatral; es decir, el lugar de la experimentación. ¿Experimentación teatral? Sí, pero ¿Qué significa experimentación teatral, si no experimentación de algo de lo humano?

Sostener nuestro teatro, sería sostener el espacio de nuestra existencia, ahí donde guardamos nuestra relación íntima y compartida. Cuidaremos al espectador, como siempre, con pandemia o sin ella; pero también tenemos que cuidarnos nosotros con la máxima que nos proclamó la primera guerra mundial: seguir vivos hoy, para seguir luchando mañana.

No parece haber nada vergonzoso en el estratégico repliegue de las fuerzas para reorganizar una contraofensiva. En estos años nos enfocamos en el esfuerzo de no perder lo logrado desde 2009; es decir, seguimos en la trinchera: no abandonamos el combate, hay batallas que se pelean en los cuartos de la inteligencia. En términos de la guerra, mantuvimos la plaza. Una plaza ¿Para qué? Diría, en primer lugar, para seguir vivos; vivos como personas, pero más allá que eso, vivos como personas creativas, creativas escénicas; vivos para hacer algo que nos sobrepasa, nos determina, nos nombra, nos define. Esa circunstancia debe ser cuidada y no expuesta; al menos para nosotros como grupo.

No estuvimos ausentes, estábamos en aquellas trincheras, donde no se nos ve, pero donde se materializa la resistencia. Uno no se esconde, resiste. Esa ha sido la cualidad de la resistencia en toda guerra, el ser imperceptibles. De esa misma manera sobrevivió el drama del Rabinal-Achí más de quinientos años. Algo aprendimos de nuestro nombre.

O más allá de eso: el espíritu de la peste y el teatro, cuando la peste renueva las posibilidades del teatro y de pensar al teatro para la nueva época. Un sobreviviente no es el que se mantiene vivo ante la muerte, sino aquel que permanece vivo en las diferentes condiciones de la vida más allá de la muerte misma. Por eso el sobreviviente resulta tan atractivo para “otros que siguen vivos”.

El sobreviviente libró una batalla, el que sigue vivo, pudo simplemente evitarla. La historia nos enseña que no es la misma categoría de vida posterior. Por eso seguimos aquí: aquí no porque sigamos vivos, sino porque libramos una batalla a la que hemos sobrevivido.

A nosotros, como grupo, nos tocó de pleno el contagio. No estoy autorizado ni quiero describir estas situaciones. Pero atesto, por su causa, que nos aislamos aun más.

Ya nuestro laboratorio, como ámbito de trabajo creador, nos exige una especie de confinamiento voluntario en el que hemos elegido crear nuestras condiciones de desarrollo lejos de las distracciones que da, a veces, el contexto de otros dominios del ambiente teatral.

El actor hace una donación de su cuerpo, una ofrenda que se realiza día con día en su entrenamiento. Ofrenda su cuerpo porque este se va, cede su lugar, haciéndose otro. Hay una muerte de un cuerpo para dar a luz otro cuerpo. Un trabajo de parto que dura años. No me refiero aquí al préstamo de la persona del actor para llegar al personaje. Es más bien la renuncia del cuerpo de la “persona”, para llegar al cuerpo vivo del actor, el cuerpo escénico. Ese cuerpo que se hace visible, notable de forma extraordinaria, pero, al mismo tiempo, invisible para el espectador.

El personaje es una construcción minuciosa de acciones concretas. No provienen de, ni buscan motivaciones psicológicas porque no pretende ser un retrato.

El trabajo del actor se centra en ellas, en las acciones; en una escritura en el espacio y en el tiempo, con un cuerpo entrenado para ello.

Estas acciones, al no provenir de un origen psicológico o emotivo, son el resultado de la investigación del actor para construir un código, son sus motivaciones personales, emotivas o intelectuales. Una gran cantidad de contenidos son consultados y expuestos en el contexto de la dramaturgia que va construyendo.

El ensayo acá no es una sucesión de repeticiones constantes para lograr reafirmar un resultado. Ensayo acá son una sucesión de rupturas para ir depurando lo esencial en las acciones, purificando su sintaxis de acciones para hacer cristalino y preciso su discurso actancial.

Es una tarea muy exigente a la que el actor dedica horas y días en solitario. Un estado de creatividad detallada muy parecido al período de gestación, donde los cambios son silentes, parecen lentos, pero son altamente significativos. Me parece imposible que toda esta tarea sea realizada por un actor que no esté adecuadamente entrenado.

Pero el entrenamiento no es la única llave para el trabajo de un actor. Incluso un actor entrenado necesitará de una fuerza accesoria que no puede venir de otra parte más que de su interior. Una necesidad imperdonable de la transformación de sí. Sin esa tensión, el entrenamiento carece de dirección.

Las motivaciones personales para trabajar el teatro son para cada quien muy particulares y muchas veces mueren en el camino de la disciplina de la formación del actor. En el laboratorio, por el contrario, son avivadas y se convierten en la energía nuclear de la investigación que le da forma y sustancia a su trabajo.

Mirce Eliade llama El vuelo mágico a la transformación personal que nos permite abandonar “esta horrible apariencia”, pero es que ¿Realmente tenemos esa “horrible apariencia”? ¿Somos realmente feos? Quizá la respuesta está en una tendencia universal. El ser humano, en todas partes, es el único animal que adorna su cuerpo con accesorios. Esa puede ser una respuesta más o menos sugerente. El deseo de la performancia corporal es algo universal en las culturas. Aretes, anillos, tintes, colores sobre la cara. Plumas, colmillos, perforaciones, tatuajes. En cualquier núcleo humano, no importa que tan remoto esté, aparecen estas manifestaciones. ¿Somos feos? No lo sé, pero es evidente que no parecemos conformes con el cuerpo que somos. También cantamos y danzamos; es decir, proyectamos ese cuerpo a dimensiones extensas, intentando, parece, enajenar, llegar a la extrañeza de sí. Ser otro, u otra cosa. Hay en esta dimensión, ya, cierta teatralidad, expresión del cuerpo que asume una otroriedad. No es solo una ilusión; es decir, no solo es apariencia. Es magia.

Leí hace algunos años, una frase sorprendente en un libro del antropólogo Malinowski. “La magia sí existe”. La define como un comportamiento del hombre, una actitud cultural. Desde luego no se trata de que una paloma aparezca de la nada en un sombrero, pero sí se trata de cómo el mago produce una ilusión mediante el artificio de su arte y que pese, a que no creemos que la paloma apareció, nos sorprendemos con la misma intensidad de la credulidad. No nos preguntamos ¿Por qué apareció la paloma? sino ¿Cómo le hizo el mago? Desde luego el antropólogo no se refiere al acto circense de “magia”, se trata de una magia cultural evocada a través del rito y que entonces, como cultural, de transmisión intergeneracional. Un acto de magia, como tal, es la fe de que el pan ácimo, se convierte en el cuerpo, y el vino en la sangre de Cristo. Un mago (sacerdote), hace unos pases mágicos con sus manos, hace una cruz con sus manos, las pone encima del pan, se inclina reverentemente frente a él y pronuncia palabras mágicas “Esto es mi carne”. Hay un número de personas que se acercan a comer de él con la certidumbre de que esa transformación sucedió. Este es un rito que nos es tan familiar que no nos parece sujeto a la observación de la antropología. Quizá es compartido por alguno de los lectores. Nos parece más extraño que el chamán se transforme en una bestia con la misma fuerza de la fe de sus tradiciones. Ambas, magias de un rito.

La magia existe porque los fenómenos de la magia están presentes en la cultura, en las culturas. Porque ocupa necesariamente un espacio en la vida anímica de las personas. Dices como una invocación “Ojalá se cure mi hermano”. Y deseas que eso suceda como respuesta a tu invocación. Opera una necesidad de decirlo, un conjuro contra la adversidad.

Hay anímicamente una relación que establecemos con esa adversidad que nos coloca en cierta impotencia. La muerte es la mayor de todas. Hay quiénes afirman que hacemos teatro “para no morir”. En una entrevista con Cecilia Volken en Santa Fe, la actriz Roberta Carreri dice: Hacemos obras de teatro, documentales, escribimos libros. Eso es hasta cierto punto la inmortalidad.

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