
María Cristina González Martínez · Alumni de la Licenciatura en Filosofía, UNIVA Online
San Atanasio padre y doctor de la Iglesia constituye uno de los pilares en la formulación de algunos dogmas, su doctrina y eximia teología fueron decisivas durante la celebración del Concilio de Nicea en el año 325 y para la proclamación de la divinidad del Espíritu Santo.
Su nacimiento se ubica en Alejandría, Egipto, alrededor del año 300; recibió una buena educación, convertido en diácono y secretario del obispo de la gran metrópoli egipcia, san Alejandro, participando con él en el citado concilio que fue convocado por el emperador Constantino, quien pretendía asegurar la unidad de la Iglesia; en el mismo se afrontaba la grave cuestión de la herejía arriana que constituía una amenaza para la auténtica fe en Cristo, puesto que declaraba que el Logos era un Dios creado, intermedio entre Dios y el hombre; los obispos reunidos en Nicea respondieron con la redacción del “Símbolo de la fe” que, en el primer concilio de Constantinopla fue completado quedando como el Credo niceno-constantinopolitano, el cual ha sido adoptado en diversas confesiones cristianas.
En dicho texto fundamental, que expresa la fe de la Iglesia indivisa, vigente hasta nuestros días, recitándolo en la liturgia dominical y fiestas solemnes, se expresa el término homooúsios, en latín consubstantialis, indicativo de la consustancialidad del Hijo y del Padre, es Dios de Dios, subrayando así la plena divinidad del Hijo, lo cual negaban los arrianos.
En el año 328 a la muerte de san Alejandro, san Atanasio fue nombrado su sucesor, continuando con la fidelidad a lo proclamado por el Concilio de Nicea, contra las teorías arrianas, su actitud intransigente y tenaz, dura en ocasiones, pero igualmente necesaria, le ganó la oposición de los arrianos y de los filoarrianos.
Por motivos políticos la crisis arriana continuó por varias décadas, en medio de dolorosas divisiones dentro de la Iglesia. En cinco ocasiones entre el 336 y el 366, san Atanasio fue desterrado, pasando 17 años sufriendo por la fe. Sin embargo, su celo apostólico hizo que hasta el destierro fuera para él ocasión de difundir la fe de Nicea y los ideales del monaquismo -que en Egipto había propagado san Antonio-, lo hizo en Tréveris y en Roma.
Cuando ya pudo volver definitivamente a su tierra, se dedicó a la pacificación religiosa y a la reorganización de las comunidades cristianas.
Dentro de sus obras doctrinales y teológicas, la más famosa es el tratado “Sobre la encarnación del Verbo”, en la que trata de cómo el Logos divino y eterno se hace carne para nuestra salvación. Sin esta doctrina la Encarnación pierde toda validez y trascendencia, san Atanasio afirma con célebre y famosa frase “el Verbo de Dios se hizo hombre para que nosotros llegáramos a ser Dios; se hizo visible corporalmente para que nosotros tuviéramos una idea del Padre invisible y soportó la violencia de los hombres para que nosotros heredáramos la incorruptibilidad”.
San Atanasio sostuvo la idea teológica, por la cual luchó, de que Dios es accesible, no es un Dios secundario, es el verdadero Dios y a través de nuestra comunión con Cristo nosotros podemos unirnos realmente a Dios, es “Dios con nosotros”.
Buena parte de sus obras están vinculadas al arrianismo, entre ellas se pueden citar las cuatro cartas dirigidas a Serapión, obispo de Thmuis, sobre la divinidad del Espíritu Santo, en las cuales afirma claramente dicha verdad; aproximadamente treinta cartas dirigidas a las Iglesias y a los monasterios de Egipto al inicio del año, con las cuales indicaba las fechas de la fiesta de la Pascua, consolidaba los vínculos entre los fieles, reforzando su fe y preparándolos para tal solemnidad.
Así mismo, es autor de meditaciones sobre los Salmos y su gran obra la Vida de san Antonio, misma que escribió en el destierro, mientras vivía con los monjes, fue amigo personal del insigne eremita. Esta obra contribuyó grandemente a la difusión del monaquismo tanto en Oriente como en Occidente.
San Atanasio escribió acerca de san Antonio en esa obra: “El hecho de que llegó a ser famoso en todas partes, de que encontró admiración universal y de que su pérdida fue sentida aun por gente que nunca lo vio, subraya su virtud y el amor que Dios le tenía. Antonio ganó renombre no por sus escritos ni por su sabiduría de palabras ni por ninguna otra cosa, sino sólo por su servicio a Dios. Y nadie puede negar que esto es don de Dios. ¿Cómo explicar, en efecto, que este hombre, que vivió escondido en la montaña, fuera conocido en España y Galia, en Roma y África, sino por Dios, que en todas partes da a conocer a los suyos, y que, más aún, le había anunciado esto a Antonio desde el principio? Pues, aunque hagan sus obras en secreto y deseen permanecer en la oscuridad, el Señor los muestra públicamente como lámparas a todos los hombres, y así los que oyen hablar de ellos pueden darse cuenta de que los mandamientos llevan a la perfección, y entonces cobran valor para seguir la senda que conduce a la virtud” (Vida de san Antonio, 93,5-6).
San Atanasio nos deja un claro ejemplo de la importancia de ser fieles a Jesucristo y a su revelación, de no dejarse manipular por doctrinas de moda o por presiones sociales, políticas, ideológicas, y, hasta que atenten contra la propia seguridad o la vida, puesto que vale más el destierro social, político o ideológico, inclusive el martirio si Dios nos concediera tal gracia, que reducir o negar la fe que hemos recibido por gracia divina, este hermoso don hemos de defenderlo mediante su estudio y propagación.
La obra de san Atanasio ha sido de tal importancia para la doctrina, la teología y la espiritualidad católicas, que por ella fue aclamado después de su muerte como “Columna de la Iglesia”, motivo por el cual no resulta extraño que Gian Lorenzo Bernini eligiera su estatua, como una de los cuatro santos doctores de la Iglesia Oriental y Occidental, juntamente con san Ambrosio, san Juan Crisóstomo y san Agustín, que en el extraordinario ábside de la basílica vaticana rodean la Cátedra de san Pedro (Benedicto XVI 2009).
Referencias:
BENEDICTO XVI; (2009); Los Padres de la Iglesia; Ed. Obra Nacional de la Buena Prensa, A.C.; México