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Lic. Citlally Vergara Olguín · Encargada de Alumni, Bolsa de Trabajo y Educación Continua, UNIVA Colima 

Envió este escrito con toda la vergüenza que siento, pero lo hago convencida de que llegará a alguien que lo necesita. Porque sé que hay más personas allá afuera con una mente revuelta como la mía, con miedos, culpas, llantos y ansiedades atrapadas. Lo hago porque sé que, a veces, nuestro cerebro espejo sólo necesita escuchar, ver o conocer cómo alguien más lo ha procesado, para entender que también puede hacerlo y encontrar su propio camino. Así que, con todo y pena, aquí voy. Entonces me digo: vergüenza es robar o traicionarse a una misma. 

Hacía meses que no me dejaba llevar por el llanto de la culpa materna: amargamente, abrazada a un cojín, ahogando el llanto, en la penumbra, en soledad. Hacía meses que no repetía esa imagen constante de años atrás, donde una madre, abrumada por todo, llora en silencio al terminar la jornada, porque es el único momento que tiene para sí misma, entre que duerme a los hijos y se prepara para descansar. 

Hacía meses que la duda sobre ser una buena madre no me atormentaba. Había llorado por otras cosas, había cuestionado otros temas, pero ese, ese en particular, estaba en pausa. 

Lloré, lloré lágrimas amargas, lloré un buen rato dejando que se desbordaran los pensamientos, castigándome, culpándome, creyendo esa mentira de la mente sobre ser una mala madre y una mala pareja. Dejo que me inunde, dejo que se desborde. 

Y es que en los últimos días todo ha fluido en un sentido desconocido e inexplorado. La rutina de la mañana, la tarde y la noche, los desayunos, las compras, las salidas, las risas e incluso las llamadas de atención, todo ha sido en pareja, en equipo. 

Y mi mente traidora me dice que no sé hacerlo así, en pareja, porque nunca antes estuve en una relación participativa, funcional y armónica. Busco entonces el apunte de la última sesión de terapia, donde escribí esa herramienta para detener el tren de pensamiento ansioso, donde me recuerdo que puedo consultar las evidencias de que sí puedo: sí sé vivir en pareja, sí sé tomar decisiones así, sí sé, sí puedo. 

Ya había comenzado a llorar por sentir que fallé, así que aproveché para llorar por otras cosas que también traía atoradas, porque parece haber más ahí dentro. 

Déjame llorar también por toda la soledad que ya terminó. Déjame llorar reconociendo que fui laxa en mis límites de disciplina, porque hice lo mejor que pude por mí misma, no sabía que estaba criando sola. Perdón. Hice lo mejor que pude. 

Nunca lidié con un compañero, nunca busqué mediar, nunca conversé sobre el tipo de crianza que ejerceríamos. Todo fue mi voluntad siempre, por eso lloro ahora. Por sentir que fallo en la mediación ahora que sí hay un compañero. 

Siento que me cuesta, que soy mala, que no sé, que me aferro, que no sé mediar. Pero miento, no me cuesta mediar, soy buena mediadora. Lo que me cuesta es enfrentar la realidad de cómo viví aquellos años. Un pasado que ya no está, pero que arde en la piel como si aún existiera. 

Cuando siento incomodidad, es por notar la ausencia de lo anterior: la no participación, la abstracción, la carga autoimpuesta, no por la participación actual. 

Notar, por ejemplo, que ella no sabe cómo reaccionar a una llamada de atención de papá, porque antes no había un papá que lo hiciera. Hay uno, sí, pero al verse poco, los días eran como vacaciones, sin límites ni regaños. 

No sabemos, ambas, qué es tener un papá aquí, todos los días, en la rutina, en lo cotidiano, que cuida y ama, pero también regaña, orienta, guía y acompaña. 

No he evitado la confrontación. He dejado que todos esos pensamientos de choque vengan, que me inunden y se desborden por mis ojos, mis dientes, mis dedos, mis piernas. Lloro por lo dura que fui conmigo, por los estándares tan altos que me impuse, por lo que aguanté, por lo que normalicé, por lo que no dije, por lo que sí dije, por lo que hice, por haber tardado tanto en salir de ahí. 

Me permito vivir este momento de manera distinta, pero no puedo evitar reconocer que antes hubo mucha soledad. Quizá en su momento no la noté o no me importó porque me creía independiente, autónoma. Me hice la fuerte, la valiente, la «yo puedo sola». Crecí así, soy la mayor, yo resuelvo. 

Cuando la realidad es que siempre necesité cuidado y apoyo. Aún ahora, de adulta. Y pedirlo me cuesta. Trabajo en ello, pero hay días en los que me cuesta más que otros. 

Ahora que no estoy sola, ahora que hay un compañero, lloro por miedo a que mis temores se apoderen de mis acciones y termine por arruinarlo todo. 

“Eso es miedo tuyo, viene de antes, de no sé dónde”. Y lloro, porque es cierto. Viene de otro espacio y tiempo. Es miedo, porque de repente tengo todas las heridas abiertas, porque tu presencia me hizo confrontar ocho años en el tiempo que dura un abrazo. Me arde todo. 

Abrir los ojos, construir una mejor visión de mí misma y del entorno ha sido un proceso costoso. 

Una pieza que se rompe y se cambia. Un brazo que se cae y hay que colocar uno nuevo. Un hígado que se sustituye por otro nuevo. Un ojo, el otro, los dientes, el muslo… se rompe y se cambia. Todo al mismo tiempo o por partes, pero todo al final. 

El rompecabezas constante que es vivir. Romper y reparar, romper y reconstruir, una y otra vez. 

El rompecabezas toma forma y entonces puedo respirar al fin. 

Comunicación Sistema UNIVA

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