Lic. Kevin Cortés Villanueva · Encargado de Postproducción Multimedia, Sistema UNIVA
El monstruo olía como a cítricos, no del tipo placentero, no como una lima recién cortada, ni como una mandarina al retirarle la cascara, era un olor a limón un poco pasado, un olor menos dulce y un poco más fuerte que el remanente a una hemorragia nasal, un olor lo suficientemente consistente como que para sin importar el lugar, el disfraz o la compañía, destacar, igual que un grito alarmante de alguna persona siendo espectadora de un accidente, sino, como un pequeño zumbido en la oreja que se hace presente en algunas partes del día a día, un olor que descubrí hace 9 años. Un olor que dejaba de ser extraño y abandonaba su naturaleza tácita, sobre todo, cuando tenía que manejar.
El monstruo se sentía como un cubo de hielo, sin lo húmedo, sin el resbalar de los dedos, ni el rastro de agua que queda en ellos, el monstruo se sentía frío, un frío seco, no refrescaba, ni daba fuerza ante el calor, solo frío, sin sentido, sin manera de calmarlo, sin fuego aminorando el dolor de huesos, sin bebida tibia que pudiera calmar el cuerpo, si tuviera que compartir algo para imaginarlo, les pediría que pasaran una hoja de menta por su pecho, la estela que deja tras su paso, era algo así, algo extraño, como untarse vaporub en los parpados, restando el olor, la sensación de incomodidad, no la suficiente para hacer algo al respecto, no tan mínima como para poder vivir con ello, un frío que estaba sin estar, que sin importar el pronóstico del clima, era inherente a la presa, un frío que comparten todos los muertos.
El monstruo se escuchaba como electricidad, no como el escandaloso estruendo de un trueno, de una bobina de Tesla, ni mucho menos de un generador eléctrico a punto de estallar debido a una fuerte lluvia, era un sonido como de estática, no un ruido blanco para dormir bebés, no tenía armonía, mensaje, o parecido alguno; ya deseaba, se asemejara a una psicofonía, a algo que pudiera entender; tal vez, si la comunicación era descifrable, hubiera intentado algo para dejar de sentir frío, para dejar de oler a cítricos, sin embargo, nunca fue así, el sonido era como de estación de radio fuera del aire, como de estática de televisión de tubo, como de rollo de fonógrafo desgastado; este era diferente, era su fuerte, en momentos como sonido incidental de fondo acompañando mis actividades diarias, en veces, ensordecedor, esta vez, sí como un grito dentro de un funeral, como el sonido que emite quien encuentra un cuerpo inerte en cualquier lugar, el único de todos al que nunca me pude acostumbrar, que nunca aprendí a ignorar del todo, cada que lograba acostumbrarme a su presencia, buscaba una forma más visceral de hacerme entender que no se había ido, empezó -como ya es costumbre- cuando conducía, una vez controlado, buscó momentos más íntimos, mientras iba al baño a orinar, mientras intimaba con mi pareja, cuando me subía a una patineta, cuando me decidí por empezar a correr, cuando podía conciliar sueño en fase REM, en la ducha, en la oficina, haciéndose presente con mofa a cada sonido de teclado, en cada simulacro de alarma, en voz de la gente que quiero, el sonido era mi escape y su fuerte.
Un mensaje unilateral, sin comunicación ni contenido de valor, con remitente y un confuso emisor.
El monstruo sabía como a un golpe bien acertado a los labios, el monstruo tenía sabor a hierro, a derrota, a vergüenza y a metal, el monstruo tenía gusto salado y abrumador, el sabor del monstruo se me colaba y se hacía presente en cada beso, en cada insulto, en cada consejo y palabra de aliento, el sabor del monstruo era lo que me hacía disfrutar la menta, el sabor del monstruo era un escrutinio a la palabra y una bomba combinada con su olor.
Su aspecto, confuso y repulsivo; algunos días siento con certeza que aún no lo he visto, otros, lo siento a mis espaldas todo el tiempo, al hombro, con vista fría y expectante sobre mí, sobre lo que hago, sobre lo que sabe que decidí no hacer, el monstruo, no tenía garras enormes, colmillos, ni una sábana que cubriera su cuerpo entero mientras se movía flotando por la habitación, no era enorme e imponente, no reía a carcajadas, ni movía la habitación al entrar; el monstruo, sin certeza alguna, tenía que ser un cambia formas, un ente que a voluntad transformaba la luz, su aspecto, el espacio y la densidad del ambiente según la situación lo ameritara, nunca a conveniencia propia, siempre adaptado al entorno, un usurpador de recuerdos, percepciones y realidades. No un fantasma del futuro, no un cuervo, no un corazón debajo del piso de una cabaña, no un hombre mitad pez, no un reptil radioactivo, no un dragón de mil cabezas, no un humano con cuernos, no un alce, no un wendigo, no un enorme dios pulpo, tampoco un payaso viviendo en alcantarillas, el monstruo ignoraba todo ello.
El monstruo se veía a veces como una avenida inundada cuando más necesitaba llegar a casa pronto, como un semáforo en rojo, cuando siento que el tiempo me devora la cordura. Como una página en blanco, el monstruo se veía como un reloj congelado, sin hora de salida, se veía como una mirada constante de muchos desconocidos, el monstruo se veía como mi papá llorando, como mi mamá borracha, el monstruo adoptaba la imagen de mi hermana en cólera y de mi novia en soledad mirando su teléfono en casa mientras sus amigas de la infancia, se reunían sin ella; el monstruo adoptaba mi imagen al espejo, regalándome 20 kilos más de los que ya peso, el monstruo se veía como una falsa carta de suicidio, como ausencia en lugares no vacíos, el monstruo se veía como una medalla que nunca llegaba… El monstruo se transformaba en quincenas largas cuando ya no tenía dinero en mi cuenta, en un dolor aplastante de pecho cuando decidía que ya no iba a fumar, el monstruo era un tren de pasajeros embistiendo a una ambulancia, el monstruo era un perro atropellado cuando menos ganas tenía de conectar con mi sensibilidad, el monstruo, se veía como mi amigo contándome historias de muerte en la ciudad, el monstruo adoptaba la apariencia de una mujer misteriosa cuando más dudaba de mi enamoramiento, el monstruo tomaba la forma de un niño hambriento en el semáforo la única vez que decidí traer conmigo comida desde mi casa.
El monstruo era todo lo que temía o me disgustaba…, ¿o siempre fue el monstruo lo que temí?, en este punto falto de cordura ya era imperceptible e intrascendente.
El monstruo para mí, en el imaginario, se veía como una fotografía solarizada, de todos los rostros conocidos, como yo mismo, como las personas que estaban dentro de mis contactos favoritos en WhatsApp, el monstruo tomaba la imagen familiar de algo, lo suficientemente reconocible para caer en el engaño, pero lo suficientemente extraño para desconfiar de él.
El negativo de la imagen, la manera que tenía de deformarse como si de una niebla cautiva en una lámpara de lava se tratara, imágenes perfectamente normales y reconocibles, algunas veces reconfortantes, siempre en negativo, siempre deshaciéndose al aire, alguna vez, deformándose o derritiéndose al prestarles atención, no huyendo de la luz… sino, alimentándose de ella.
El monstruo no tenía finalidad, no razonaba, no tenía alguna meta clara ni certeza de porqué yo y nadie más.
Una vez leí que un famoso director mexicano era acechado por varios de ellos cuando era niño, entonces, una noche de terror absoluto, pudo hacer un pacto, si lo dejaban en paz, él les dedicaría su vida, y así lo hizo.
De este hombre, no envidio su talento, su visión artística, su dinero, ni su posibilidad de vivir ahora sin tormento, envidio un poco su colección de curiosidades y sobre todas las cosas, que sus monstruos sí escucharon, que a ellos los movía la vanidad, la grandeza, la maldad o simplemente la travesura de asustar a un chamaco obeso.
El mío no entendía de nada.
El mío no descansaba ni se iba.
El mío no quería tregua, repudiaba las banderas blancas y llevaba como insignia una roja.
El mío no se iba por ningún trato.
El mío no era una metáfora.
El mío era autor de la historia.
El mío no quería ni mi vida miserable ni mi muerte solitaria.
El mío, olía a limón pasado.
El mío, se sentía como un frío perpetuo.
El mío, se escuchaba como electricidad.
El mío, sabía a sangre.
El mío, se veía como lo que temía y amaba.
El mío no quería tregua, ni fin.
El mío era un espiral.
Un ciclo.
No era un monstruo, no era el espejo, y ahora más que nunca desearía que ese mismo monstruo fuera yo.
Expectante de ponerle este mismo punto final a nosotros dos.