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Jorge Ángeles ∙ Director de Teatro Laboratorio Rabinal

 

Leí hace algunos años, una frase sorprendente en un libro del antropólogo Malinowski. “La magia sí existe”. La define como un comportamiento del hombre, una actitud cultural. Desde luego no se trata de que una paloma aparezca de la nada en un sombrero, pero sí se trata de cómo el mago produce una ilusión mediante el artificio de su arte y que pese, a que no creemos que la paloma apareció, nos sorprendemos con la misma intensidad de la credulidad. No nos preguntamos ¿Por qué apareció la paloma?, sino, ¿Cómo le hizo el mago? Desde luego el antropólogo no se refiere al acto circense de “magia”, se trata de una magia cultural evocada a través del rito y que entonces, como cultural, de transmisión intergeneracional. Un acto de magia, como tal, es la fe de que el pan ácimo, se convierte en el cuerpo, y el vino en la sangre de Cristo. Un mago (sacerdote), hace unos pases mágicos con sus manos hace una cruz con sus manos, las pone encima del pan, se inclina reverentemente frente a él y pronuncia palabras mágicas “Esto es mi carne”. Hay un número de personas que se acercan a comer de él con la certidumbre de que esa transformación sucedió. Este es un rito que nos es tan familiar que no nos parece sujeto a la observación de la antropología. Quizá es compartido por alguno de los lectores. Nos parece más extraño que el chamán se transforme en una bestia con la misma fuerza de la fe de sus tradiciones. Ambas magias de un rito.

La magia existe porque los fenómenos de la magia están presentes en la cultura, en las culturas. Porque ocupa necesariamente un espacio en la vida anímica de las personas. Dices como una invocación “Ojalá se cure mi hermano”. Y deseas que eso suceda como respuesta a tu invocación. Opera una necesidad de decirlo, un conjuro contra la adversidad. Hay anímicamente una relación que establecemos con esa adversidad que nos coloca en cierta impotencia. La muerte es la mayor de todas. Hay quienes afirman que hacemos teatro “para no morir”. Dice Roberta Carreri: Hacemos obras de teatro, documentales, escribimos libros. Eso es hasta cierto punto la inmortalidad.

Trascender dijo Fanny ¿Es demasiado pretencioso? Quizá. Como demasiado pretencioso es hacer teatro. Separarse de la maquinaria productiva material, hacerse de una industria de los sueños, una industria que nadie parece necesitar. Solo unos cuántos asisten al teatro, y son menos los que yendo al teatro necesitan una experiencia confrontante o reflexiva.

¿De dónde proviene nuestra terquedad?

El vuelo mágico es como nombra Mircea Eliade a la transformación que nos permite abandonar “esta horrible apariencia” ¿Somos realmente feos? Quizá la respuesta está en una tendencia universal. El ser humano, en todas partes es el único animal que adorna su cuerpo con accesorios. Esa puede ser una respuesta más o menos sugerente. El deseo de la performancia corporal es algo universal en las culturas. Aretes, anillos, tintes, colores sobre la cara. Plumas, colmillos, perforaciones, tatuajes. En cualquier núcleo humano, no importa que tan remoto esté, aparecen estas manifestaciones. ¿Somos feos? No lo sé, pero es evidente que no parecemos conformes con el cuerpo que somos. También cantamos y danzamos; es decir, proyectamos ese cuerpo a dimensiones extensas, intentando parece enajenar, llegar a la extrañeza de sí. Ser otro u otra cosa.

Hay en esta dimensión, ya, cierta teatralidad, expresión del cuerpo que asume una otroriedad. No es solo una ilusión; es decir, no solo es apariencia. Es magia.

¿Qué hay de Artaud? Entender la Peste de Artaud, es entender que algo más allá de la crueldad que se agita en nuestro teatro. Esa crueldad que empata lo crudo, lo realmente sangrante de nuestra realidad, con el acto de la ficción escénica. Entender por ficción, como lo escribí anteriormente en “Cicatrices de la caricia”, es la realidad del espíritu.

Para Artaud la fuerza que impulsaba el acto escénico estaba escondida en el valor de lo ritual. Una energía que proviene de la fuerza social del rito, de su función vinculante con lo sagrado y los social, para internarse en lo individual. Por eso la Antropología teatral apunta al encuentro de los principios culturales presentes en el acto representacional de hombres y mujeres que fungen como portadores de la tradición ritual, ahora llamada teatro.

Los actores debemos invocar a esa fuerza a través de la técnica. Una tradición transmitida, pero sobre todo aprehendida por un deseo irrefutable e irrenunciable.

¿Por qué deseamos con tanta vehemencia eso? No lo sé a ciencia cierta, quizá para los demás. En mi caso, porque me convierte en un testigo de la energía creadora, creadora y creativa del Universo ¿Exagerado? ¿Pretencioso? ¿Pero, qué acaso el teatro en sí no es ya una exaltación de la vida misma?

Venimos a conocernos, a juntos hacer cosas que embellezcan la vida. Nuestra vida para empezar y la vida de nuestros espectadores y colaboradores. Tenemos por eso una responsabilidad gigante y delicada. Somos la reminiscencia de la madre o el padre que narra un cuento a sus hijos, la fábula o la leyenda que ilustra un pasaje oscuro en el colectivo de un pequeño pueblo. Somos lo que se recuerda de un sueño que lucha por hacerse interpretar. Es decir, somos todo eso importante que no es tangible y que puede ser a toda costa prescindible. Eso que por ser innecesario no deja de ser importante. Ahí estamos, asentados y danzando en medio de esta paradoja a la que nadie voltea a ver por su condición, excepto nosotros.

En ese espacio de la vacuidad, donde nos damos la tarea de convocar a un puñado de espectadores para coincidir en el deseo de pensar algo, lo mínimo, de forma diferente, de la forma en la que solo el teatro puede hacer aparecer la evidencia de que la realidad sigue siendo tan solo una ilusión.

Nos abrimos paso acercándonos unos a otros con la cruda utopía. Intentamos de forma permanente alusiones al cambio de nuestros cuerpos para sencillamente habitar de otra forma nuestra circunstancia vital. Esa es la primera tarea, arrancarle a la vida todo hálito de belleza, apropiarnos de ella y compartirla de la manera más cruda posible; es decir sin la cocción del entendimiento. Actos lejos de la guerra, no para negarla, no para evadirla, sino para encararla con la furia de la belleza, desde nuestra trinchera de la cultura (Antítesis de la barbarie u otra barbarie de la antítesis). Así nos batimos en las avenidas y las calles que rodean nuestro teatro. Para introducirnos en él para sentir la posibilidad de la otroriedad.

Algunas personas de avanzada edad llegan a desarrollar un estado peculiar. Difícilmente podemos encontrar un final más triste para una vida, la demencia. Se define en algunas partes como un debilitamiento de las funciones psíquicas; es decir, el pensamiento, y con él la memoria funcional. Hay un deterioro progresivo del ser, el ser se va del cuerpo hablante. De pronto es difícil saber quién habita ese cuerpo, quien es el que habla. Hay, sin embargo, un cúmulo de recuerdos que se expresan azarosamente, la expresión espontánea de emociones extremas y encontradas. Hay, al parecer también una especie de realidad interna exacerbada. La historia se ha perdido, no podrá ser contada nunca más, se fue extraviando en la medida en que en sus palabras perdió también la dimensión de expresarse a sí mismo.

El francés René Giraudon, en 1971, en aquel libro que lo hizo célebre, resaltaba que el teatro europeo había llegado a un estado que ya no decía de sí gran cosa. El Teatro devino en la exhibición de vedettes. El autor, al que llaman dramaturgo, escribe un libreto al que él mismo considera el germen de la acción teatral y que ostenta un valor artístico por sí mismo. El actor, que luego hace de sí un personaje de lo patético y que expone con candidez, todo género de pseudo alteraciones psicológicas y sociales. Finalmente, el refinamiento de la maquinaria que imprime los efectos lumínicos y sonoros, y la consiguiente “industrialización” del proceso teatral, al grado de ahora denominarse “compañías” los antiguos grupos.  El siglo XIX trae consigo una especie de respuesta realista, costumbrista, de identificación que en la Literatura recibió el nombre de Romanticismo y que el teatro adopta para sí como etiqueta de movimiento e identidad. El teatro empieza a producir la ilusión, una ilusión por vía de un realismo (y, como todo realismo, con cierta ingenuidad).

Víctor Hugo, en el Prefacio de Cromwell, arroga al teatro tareas casi liberadoras o casi revolucionarías. Según él, el teatro es la forma más adecuada para mostrar, mediante su poesía, las tensiones de lo social, una de la realidad social y de la naturaleza. Los decorados intentan esa pictórica de retratar los paisajes y las villas.

Las familias empiezan a tomarse fotografías con sus mejores trajes y las escenas de la vida cotidiana se hacen piezas de galería o museo.

Así también el teatro parece obligado a retratar lo cotidiano de la vida y debe dar cuenta de la naturaleza humana con todas sus contradicciones. Personajes estereotipados aparecen por aquí y por allá en circunstancias dramatúrgicas también semejantes.

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