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Mtra. Elena Martínez Garza · Líder de Marketing Integral del Sistema UNIVA

Hasta en las mejores familias los intrusitos se cuelan a las cocinas, no importa si es mansión, choza o coladera, ellos buscan la oportunidad.

Las primeras 3 veces me subí a la cama mientras mi esposo se convertía en cazador con la encomienda de acabar con el feroz dragón y así, ser digno caballero de la princesa. Pero esta cuarta ocasión él no se encontraba en casa, estaría fuera de la ciudad por un mes; así que estaríamos “conviviendo” mi bebé, el instrusito y yo.

Pasaron 4 días, durante las noches lo escuchaba, hacía ruiditos en la alacena, confiado, ganaba terreno, no por su capacidad invasiva sino por la cobardía de la señora de la casa. Yo tenía un miedo aterrador por su presencia, a pesar de que mi lógica me decía que algo tan pequeñito no me atacaría, pero yo sufría demasiado, imaginaba cómo ese pequeño malandrín podría trepar la cuna y mordisquear los deditos de mi bebé.

Día 8, tenía hambre, ya me había cansado de las tortas del changarro frente a mi casa. Cual gallina, solo entraba a la cocina, marchando a paso golpeado, imponiendo presencia, solo unos minutos para tomar un poco de comida, lavar biberones, preparar papillas y salir despavorida.

Fue así que pasaron 15 días hasta que una noche lo escuché, mi bebé dormía; recién había terminado una llamada telefónica con mi esposo, donde le suplicaba adelantara su regreso a casa, le decía que las 8 trampas que había puesto no funcionaban, le platiqué mi paranoia de qué seguro el muy descarado les hablaría a sus amigos vándalos para tomar toda la casa; a lo que él me dijo: no puedo, ¡sé valiente! Te quiero, bye. Entonces, entré sigilosa a la cocina, mi corazón palpitaba muy aprisa, avispé mis oídos como afinando una guitarra, lo busqué con la mirada, de izquierda a derecha, de arriba abajo… nada; y de pronto, el muy desvergonzado hizo un par de ruidos que delataron su ubicación, ¡ahí estaba! ¡Desgraciado! Comiendo mis tostadas orgánicas de 55 pesos, rompió la bolsa de plástico transparente para comerlas; el muy hambriento estaba muy concentrado con la cabeza dentro de la bolsa, confiado de su poder repelente contra mí. Salí inmediatamente de la cocina con dos impulsivos saltos, mi corazón quería huir de la situación, pero solo se daba de golpes con el esternón; cuando llegué a la sala, me detuve, vi el teléfono, grité un poco, sacudí mis manos y recordé la voz: ¡sé valiente! Volví a gritar, respiré profundo y entré de nuevo a la cocina… lo volví a ver y ¡claro! Volví a huir inmediatamente, pero ahora con más miedo que antes, llegué a la sala, volví a respirar, recordé a mi bebé, respiré todo el aire de la atmósfera y volví a la cocina… solo que esta vez me fui directo hacia el repugnante glotón, mi mano derecha cobró vida propia, se levantó, abrió la palma con los 5 dedos tiesos y con gran pesadez y determinación aplastó la bolsa de tostadas, dejando al miserable prensado con la mitad de su cuerpo fuera, pataleando, intentando escapar; yo grité como loca, como si el mismísimo fantasma de Canterville me hubiera visitado, le reclamé a la mano por su arrebato, pero ella también quería escapar de la misma situación, en eso… mi mano izquierda que tomó otra personalidad, abrió el cajón del mueble, tomó lo primero que pudo, era un cuchillo delgado, puntiagudo, con mango de madera, regalo de mi madre… y a pesar de sus torpezas habituales, con gran puntería lo introdujo a un costado del inquieto desdichado, entró fácilmente por su suave y regordete cuerpecillo. Grité aterrada, lloré, volví a gritar. El intrusito dejó de moverse, pero yo seguí llorando mientras reclamaba a mi mano por lo que se había atrevido a hacer…

Acerqué el balde de la basura con el pie mientras mantenía las manos ocupadas con las tostadas y el cuchillo. Arrastré todo hacia el interior del bote, aún sintiendo miedo, pero ahora acompañado de lágrimas descontroladas y breves ráfagas de adrenalina. Después de unos minutos, me sumergí en el silencio, con la respiración agitada y el corazón latiendo fuerte, solo para escuchar a mi bebé unirse al drama. Me dirigí hacia él y lloramos juntos, susurrándole con ternura: «Vencimos al intruso».

Esa experiencia nunca se borrará de mi memoria. Han pasado varios años y reconozco que cometer tal acto fue una atrocidad. Y aunque superé uno de mis miedos, otro surgió en su lugar, uno muy extraño. Cada vez que veo un cuchillo, revivo la conmoción de aquel momento y automáticamente pienso: «¡Un cuchillo! ¿Dónde habrá un ratón?»

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