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Pbro. Lic. Armando González Escoto • Director de Publicaciones del Sistema UNIVA

 

En el siglo XVI vivieron y murieron en Europa cuatro mujeres de gran poder que gobernaron extensos territorios por sí mismas, en nombre de otros o a través de otros: Isabel la Católica, Isabel Tudor, Margarita de Austria y María de Médicis. Ninguna de ellas necesitó parecer hombre para ser y hacer lo que hicieron, actuaron como lo que eran, mujeres de gran talla, con evidente don de mando, visionarias, firmes y por completo dedicadas a su vocación política sin perder por ello su exquisita feminidad. Tampoco hubo hombre alguno o institución que les cuestionara su trabajo en orden a su género, esas discriminaciones son más recientes y tienen que ver con las novedades aportadas por la revolución industrial en los ámbitos laborales y familiares.

En estas tierras y por aquellos mismos años se dieron igualmente dos mujeres cuyas decisiones y firmeza fueron de muy amplias consecuencias. Sabemos poco de ellas, pero advertimos el talante de su visión: Cihualpili y Beatriz Hernández.

Hacia 1530, numerosos pueblos del valle de Atemajac y sus alrededores estaban gobernados desde Tonalá por una mujer no sólo bien informada sin realista, con mente abierta y visión de futuro, audaz y valiente, o como se dirá luego entre nosotros “lebrona”, y digo entre nosotros, porque en el español de España, lebrona tiene el significado opuesto. Fue esta mujer la que decidió no hacer guerra a los mal olientes y medio salvajes extranjeros que bajo el mando de Nuño de Guzmán vinieron a dar a estas hermosas tierras, con que los bañaran y les diera de comer a llenar podía bastar, pero sucedió que no venían de paseo, sino a quedarse, así que también les dieron tierras, mismas que se “agandayó” el primer político arribista de nuestra historia y futuro inmobiliario, llamado “don” Nuño por sus infaltables aduladores.

Dos años después se fundó Guadalajara más o menos en el aire, o como una ciudad entre migrante y prófuga, cuyos habitantes desde el principio le habían puesto el ojo al valle de Atemajac, ahí, junto al río, donde ya lleva más agua, para poner molinos, baños públicos de prójimos y caballos y hasta cines. Pero, ¿Qué pensaría el licenciado?, porque Nuño dicen que lo era, muchísimo antes de que existiera un teatro Diana.

Es ahí que entra la segunda mujer lebrona de nuestros orígenes, Beatriz Hernández, alias la “gallera”, que siendo como fue, mujer de esas que no necesitan vejigas para nadar, le importó muy poco lo que pensara el licenciado. Después de vivir y sufrir tantos zafarranchos corridas y humillaciones a manos de grupos indígenas hostiles, poco abiertos a las relaciones internacionales, sobre todo si se maliciaban amañadas, aquellos habitantes de Guadalajara ya no hallaban donde tener sosiego. Para 1542 estaban de vuelta en Tetlán participando en acalorado debate a propósito de si inauguraban o no la hoy tan conocida práctica de invadir predios del tamaño que sea, y desde luego, ajenos, en esta ocasión, los del licenciado. Beatriz se ganó el “doña” por su arenga soberanista, y su amedrentada gente, el anchuroso, fértil, fresco y saludable valle de Atemajac, que de cien años para acá nos hemos encargado de aniquilar con todo y sus 490 años de identidad. ¿Felicidades, Guadalajara?

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