
Miguel Camarena Agudo · Encargado de Gestión de Contenidos y Corrección de Estilo
Al menor golpe de Trafalgar
es la amistad que entraba de guardia
es ella quien les mostraba el norte
les mostraba el norte
Y cuando estaban en peligro
que sus brazos lanzaban un SOS
diríamos como los semáforos
Los amigos primero…
Barcos he tomado muchos
pero el único que he aguantado
que nunca ha cambiado de rumbo
cambiado de rumbo
Él navegaba apaciblemente
sobre el gran charco de los patos
se llamaba “Los amigos primero”
George Brassens
Para Joseph Campbell los seres humanos reproducimos un mito. Algo asumido por nosotros de manera inconsciente, y muchas veces, de manera colectiva. Es algo que nos determina y condena a repetir una historia ya antes contada. Puede ser una tragedia al estilo de Sófocles o una epopeya a la manera de Homero. Cualquiera que ésta sea, lleva su propio cauce, un guion que nos viene del futuro.
Uno de los primeros relatos de la humanidad (o por lo menos, el más antiguo del que se tiene noticia) es la Epopeya de Gilgamesh. En esta historia Gilgamesh, rey de Uruk, tiene un sueño: una estrella cruza el cielo matutino y cae bajo la forma de una enorme piedra. Él trata de levantarla, pero pesa demasiado, y entonces Gilgamesh la abraza y la acaricia. Su madre le explica el significado del sueño, la piedra es un amigo muy querido, un héroe de gran fortaleza a quien abrazará. Él le responde con anhelo que ojalá ese sueño se haga realidad. Se trata de Enkidu, el salvaje que los dioses envían para ser un contrapunto del despotismo del rey de Uruk.
Estos dos personajes en su primer encuentro tienen una pelea, Gilgamesh vence a Enkidu, sin embargo, después de la confrontación se abrazan. Su sueño se hace realidad: agarrados de la mano como hermanos, caminan el uno junto al otro. Se hicieron verdaderos amigos. La diosa Ishtar se enamora de Gilgamesh, pero este la rechaza. Ella furiosa le pide a su padre Anu, que envíe al Toro Celeste para que mate a los dos amigos. Los dos asesinan al monstruo y los dioses deciden matar a Enkidu. Gilgamesh baja al inframundo para rescatarlo de la tierra de los muertos, mas no lo consigue. Sin él ya no puede tener aventuras ni hazañas. Su ausencia y la soledad lo devastan.
Para Alberto Manguel este relato representa un profundo conocimiento del significado de la muerte: nuestra vida no es nunca individual, sino que se ve continuamente enriquecida por la presencia del otro y, en consecuencia, empobrecida por su ausencia. Solos, no tenemos ni nombre ni rostros, nadie que nos llame, ni siquiera imagen en la que reconocer nuestros rasgos. Sólo después de la muerte de Enkidu, Gilgamesh descubre hasta qué punto su amigo formaba parte de su propia identidad.
En Un relato en el Bronx, Sonny le dice a Calogero que cada diez años una importante mujer aparece en la vida de un italiano, otro mito más a la lista. De la misma forma que en la película de De Niro en la Epopeya de Gilgamesh podríamos decir que los hombres tienen en su vida un gran amigo (aunque podrían ser varios dependiendo la situación y la etapa) que refleja y enseña una verdadera y auténtica forma del amor, más allá de lo efímero; para saber quién es uno, son necesarios dos –señala Manguel-. El otro con el que nos damos cuenta de nuestro propio ser y a la inversa, nuestro doble apenas distinto por su aspecto superficial. Aquel con el que podemos revelarnos sin temor ni sombras, con el cual convivir y compartir, uniendo fuerzas, como se representa con Gilgamesh y Enkidu. Estos dos héroes son distintos, pero iguales. Una igualdad inefable e invisible, sin embargo, real y superior; en la cual ambos ven en el otro sus cualidades sui generis, siempre fugitiva a los ojos de los demás. Se reconocen y se aman por lo que son, sabiendo de la fortuna que es tenerse.
En el barrio una señora me dijo alguna vez, no hay mayor riqueza que los amigos. Y yo doy fe de ello. La amistad es eso, una riqueza intangible e imponderable. La amistad es un barco frágil de papel, pero jamás puede con él la más violenta tempestad, porque ese barco de papel tiene aferrado a su timón, por capitán y timonel, un corazón que trasciende, incluso, a la muerte. Muestra de ello fue el testimonio de una enfermera que atendía al agonizante Dalí, ella dijo que las últimas palabras del artista fueron: mi amigo Lorca. De la misma manera Michel de Montaigne, en la antesala de la muerte, dejó constancia de la trascendencia de ese baluarte en un ensayo dedicado a su mejor amigo fallecido en la juventud, escrito que complementaría con lo siguiente: Si insistís en que diga por qué lo amaba, creo que es imposible expresarlo si no es contestando, porque él era él y porque yo era yo.
Bueno, eres mi amigo
¿Y puedes ver?
Muchas veces hemos salido a beber
Muchas veces hemos compartido nuestros pensamientos
¿Pero alguna vez, alguna vez te diste cuenta
del tipo de pensamientos que tengo?
Bueno, ya sabes, que tengo un amor
un amor por todos los que conozco
Y sabes que tengo un impulso
hacia la vida que no dejaré ir
Pero lo único que puedes ver es contrariedad
que a veces crece en mí
Esta terrible imposición
viene ensombreciendo en mi mente…
Bueno, espero que algún día
tengamos paz en nuestras vidas
juntos o separados
solos o con nuestras esposas
Y podamos parar nuestra tristeza
Y sacar las sonrisas de adentro
Y que la luz se encienda para siempre
Y nunca más se apague
Mi mejor e imbatible hermano…
Johnny Cash