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Por los maestros que no volveremos a ver

Dr. Luis Alfonso Osorno Montes, El Oso · Coordinador de Procesos Académicos en Ciencias Exactas e Ingenierías, UNIVA Guadalajara

Hace algunas semanas, en el primer conversatorio docente titulado, Reflexiones sobre el SER docente, se planteó, entre otras tantas, la pregunta: ¿por qué eres docente? En aquel momento recordé una anécdota personal, que posiblemente relataré con algo de “chispa” en otro momento. Pero de ese instante, disparo de una larga y tendida reflexión, recordé con mucho cariño a uno de mis tantos maestros de matemáticas, uno de mis apreciados maestros de bachillerato. Uno que, en lo personal, posiblemente jamás se habría imaginado impactar tanto a un joven estudiante.

¡Oh!, sí… un hombre muy huraño, a quien suelo recordar como en pintura al óleo, la forma en que se veía en su cubículo. Ahí, rodeado en la penumbra creada por la luz amarillenta de la lámpara incandescente. Ahí, en ese cuartito de escasos dos metros por dos metros en el que apenas cabía una mesita que utilizaba de escritorio… y en el que ya no entraba la luz del sol porque los libros en los anaqueles que lo rodeaban llegaban tan alto que tapaban la ventana. Y es que entre los ejemplares que tenía en los anaqueles y los que ya se encontraban amontonados en su escritorio o en el piso, yo creo que quedaba apenas un tercio del espacio. Pero, “Lo suficiente para gozar de una buena lectura, un buen cigarro y dejar una silla para poder escucharte”, solía decir.

Y así estaba aquel lugar en el que, cuando mis compañeros y yo íbamos a buscarlo, era todo un espectáculo ver a aquel hombre de casi dos metros de alto escondido en ese reducido escenario e iluminado en el fondo por la lámpara del escritorio que, además de sus cuadernos, el cenicero y su taza de café, era lo único que podía ponerse sobre esa mesa. Pero era un espacio en el que él se sentía muy cómodo y dónde gozaba de pasar los ratos que estaba ocioso —que eran muchos—, haciendo notas y diagramas con tanta afición y gusto, que cuando alguno lo visitaba lo primero que hacía era levantar su mirada aguda y penetrante, que lucía aún más impactante cuando sus ojos grisáceos sobresalían por encima de los anteojos que descansaban sobre su nariz fina y aguileña, que estaba centrada en su alargado rostro seco de carnes.

Ahí es donde recuerdo que en más de alguna ocasión fui a preguntarle acerca de dudas relacionadas con sus tareas. Pero especialmente, recuerdo su respuesta ante una consulta en particular: “El problema de la lógica”. Recuerdo que en aquella ocasión se levantó muy entumido y con gran dificultad —daba la impresión de que su mayor actividad física era caminar por los pasillos del salón, pues nunca lo vi haciendo ejercicio por gusto—, miró uno de sus anaqueles de arriba a abajo con una mano pegada a su mentón y la otra a su cintura. Y después de un rato y unos cuantos suspiros, su mano flaca se estiró y jaló un libro.

“Este le va a enseñar a pensar…”, dijo y después de entregarlo en mis manos, volvió a la tranquilidad de su silla.

En aquel entonces no lo comprendí. Y aunque se me hizo extraña la expresión, supongo que no me di por aludido porque no percibí malicia en la entonación de sus palabras. Empero realmente pocos comprendían el flemático sentido del humor de aquel hombre que solía vestir siempre saco de lana, camisa blanca y pantalón de pana, con el cabello desordenado y lleno de canas, porque seguro ya pasaba los cincuenta.

En este momento y cada vez que imparto algún tema que implica el uso de mi lógica, suelo comprender su respuesta. Pues pensar es un complejo proceso que inicia con la recepción de imágenes que permiten los sentidos y la recreación de estas, como impresiones mentales en nuestro cerebro. Es en la labor del pensamiento que dichas imágenes integradas, emparejadas, proyectadas o asociadas a conceptos o constructos que han sido previamente aceptados como representaciones del mundo o de nosotros mismos, que realizamos un proceso asignación simbólica que es necesario para estructurar ideas sintácticamente. Es decir, lógicamente organizadas.

Entonces, quien estudia la lógica pretende, en efecto, aprender a pensar. Construyendo secuencias de imágenes mentales o conceptos que representan cosas o eventos que podemos reproducir para recordar lo acontecido. Por lo que resulta evidente que para realizar la acción de poner en movimiento las imágenes mentales, hace falta algo más que una buena memoria. Hace falta la consciencia acerca de lo que estamos pensando. A eso le podemos denominar razonamiento.

La esencia del razonamiento es la conexión entre juicios que permiten producir secuencias causales. Dependiendo del tipo de encadenamiento de un conjunto de juicios conocidos con el objetivo de obtener nuevos conocimientos, prever situaciones, tomar decisiones u otras posibilidades, se puede afirmar si se piensa inductiva o deductivamente. Esta es la referencia a la que el viejo maestro hacía alusión a con “aprender a pensar”. Pues la lógica real, la que se vive sin reparar en su existencia, no es una facultad o una sección que podamos encontrar en alguna parte del cerebro. No es memoria, no es sustancia, ni es tampoco cualquier proceso cognitivo del ser humano. Es una característica que adopta el pensamiento cuando compone, relaciona y asocia juicios respetando las estructuras lógicas contenidas en estos.

Y es así como, en la quietud de este momento, en el que me encuentro terminando de expresar estos pensamientos, que espero que al leer se pueda disfrutar tanto como yo de mi maestro. No solo porque no supe comprenderlo en aquel momento. Sino porque me brindó lo necesario para comprenderlo en el futuro… he ahí su trascendencia. Porque es ahora cuando me detengo a reflexionar sobre el legado de conocimiento y sabiduría que aquel hombre me ha dejado. Que, sin pensarlo, provocó en mí una sacudida que terminó por generar el alud de pasión por el aprendizaje que me invade y la sed por la incansable búsqueda de la verdad que me inquieta. Pasión y sed de la que todos mis maestros son altamente responsables. Como fuentes de inspiración inagotables que, aunque ya no están presentes… y aunque ya no los volveremos a ver… su influencia se apreciará en cada curiosidad que persigo.

Con un sentimiento de profunda gratitud me despido, con el compromiso de hacer honrar los saberes de aquellas personas que compartieron conmigo un poco del hermoso horizonte aterciopelado de sus vidas… mis admirables maestros.

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