Cristina González Martínez · Alumni de la Licenciatura en Filosofía, UNIVA Online
La celebración de la fiesta de Pentecostés en el año litúrgico, nos habla de la conclusión de la Pascua, recordamos las lenguas de fuego sobre las cabezas de quienes estaban reunidos orando en el cenáculo y se abre paso a las fiestas de la Santísima Trinidad y el Corpus Christi, para continuar luego con el tiempo ordinario.
Pero ¿qué es bueno recordar de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés?
El gran regalo del Espíritu Santo son sus siete dones, mismos que nos llevan de manera por demás sutil como el viento, al encuentro con Dios y con los hermanos, comentemos un poco acerca de ellos.
SABIDURÍA. Con este don cultivamos ese gusto por las cosas de Dios que nos haga apartar de las terrenas.
¿Las terrenas son malas? ¡No desde luego! Pero son sólo medios para alcanzar las eternas y si me alejan de mi fin último que es Dios, entonces si son malas para mí.
¿Qué me está apartando hoy en día de Jesucristo? ¿Qué está atrayendo tanto mi atención, que ni de Dios me acuerdo? Que el don de sabiduría ilumine las respuestas.
ENTENDIMIENTO. El 29 de abril, la Iglesia celebra a santa Catalina de Siena, una mujer analfabeta y sin formación, que llegó a explicar misterios profundos de la vida espiritual y del evangelio, algunos de sus biógrafos lo han atribuido al don de entendimiento que el Espíritu Santo le concedió.
No siempre contamos con la oportunidad de leer con atención algún evangelio y seguramente si pedimos al Espíritu Santo nos conceda este don, disfrutaremos dicha lectura como antes no lo habíamos imaginado.
CIENCIA. Dicen por ahí que poca ciencia aleja de Dios y mucha ciencia nos lleva a su encuentro. Y es que el mundo, el demonio -que si existe, pero ya no necesita aparecer en escena porque al negar su existencia le dejamos cancha libre- y nuestras propias tendencias, con el pretexto de que ya nada es malo y todo se ha de tolerar, porque si no te tachan de retrógrada, anticuado, etc., etc., nos hacen perder la dimensión de la bondad o maldad de las cosas, hoy en día todo es relativo y se va diluyendo la ciencia de la rectitud de juicio.
Pidamos saber discernir claramente, con este don, entre el bien y el mal, lo falso de lo verdadero, descubriendo los engaños del demonio, del mundo y de nuestra propia naturaleza.
CONSEJO. ¿Cuántas veces hemos pedido o dado un consejo?, tal vez muchas, tal vez pocas, pero me atrevo a pensar que siempre con buena voluntad y la mejor intención.
Esto me recuerda a un profesor de canto que al formar un coro decía: del lado derecho los que tienen buena voz, del lado izquierdo los de buena voluntad. Y es que la buena voluntad no es suficiente.
Pidamos que, con este don, sepamos poner los medios más conducentes para santificarnos, perseverar y salvarnos; tres verbos poco populares en nuestro mundo contemporáneo: santificarme, perseverar y salvarme.
La santidad no es prerrogativa de los santos canonizados, esta la da Dios, el único santo, a todo el que la busca y acude a Él para encontrarla.
La salvación es alcanzar la vida y la dicha en el amor de Dios para toda la eternidad después de la muerte, algo en lo cual, sin angustias ni temores, vale la pena pensar puesto, que lo queramos o no, un día llegará.
FORTALEZA. Cuántas veces no hemos escuchado acerca de alguna persona “qué fuerte es”, porque pasa sin problema por las dificultades de la vida, porque mantiene a raya a las personas, porque se le nota un carácter muy fuerte.
En la vida podríamos hablar de diversas fortalezas: la física que resiste largas y duras jornadas de trabajo de diversa índole y también la fortaleza de ánimo, que hace a la persona resistir las dificultades de la vida y salir avante de ellas
Sin embargo, el don que nos concede el Espíritu Santo va más allá, es esa actitud frente a la vida que nos hace poner a Dios y sus cosas por encima de todo, inclusive de la propia vida.
Es la fortaleza de los mártires, como san José Sánchez del Río, ese jovencito de principios del siglo XX, para quien reconocer públicamente su amor y fidelidad a Cristo Rey estuvo por encima de todo y no le importó ser ejecutado, no le tuvo
miedo a la muerte porque su fortaleza estaba cimentada en el Amor y sabía que su vida no terminaba aquí, que se prolongaba hasta la eternidad al encontrarse con su Creador.
PIEDAD. Se cuenta que, andando por las calles de la India, las Hermanas de la Caridad, hijas de santa Teresa de Calcuta, encontraron a un hombre tirado en el basurero, mordido por las ratas y en condiciones tales que peores no podían ser. Lo recogieron y lo llevaron al albergue para asearlo, curar sus heridas y darle de comer; el hombre les preguntó por qué hacían eso sí él era un perro, ellas le contestaron que lo hacían porque él era un hijo de Dios no un perro y por amor a Él con gusto lo atendían. El hombre conmovido les respondió que no conocía a su Dios, pero que gracias a Él ya no moriría como un animal.
Cuando escucho este tipo de relatos me pregunto, no sólo por el grado de amor de esas santas mujeres a Dios, sino por la fuerza interior que las mueve a semejantes y heroicas acciones.
Y es que ver a Dios como Padre amoroso y ser capaces de ver en cada uno de nuestros semejantes a un hermano, a un hijo de Dios no resulta sencillo, simplemente pensemos en esa persona sucia y maloliente que se acerca a querer limpiar el parabrisas o a pedir una moneda cuando estamos en un alto, empezando porque suele darnos miedo y el primer impulso es subir el vidrio, no digamos si se nos acerca en la calle.
Pidamos que, con el don de piedad, ame a Dios como Padre, le sirva con fervorosa devoción y sea misericordioso con el prójimo.
TEMOR DE DIOS. El temor como tal tiene diversas raíces, unas muy comprensibles, otras en ocasiones fuera de lugar, entre las más válidas razones está el temor a perder a nuestros seres queridos, bien sea que con el más firme espíritu cristiano ante su muerte lo aceptemos o sin esperanza alguna en la eternidad, nos hundamos en una tremenda depresión, no deja de ser una pérdida.
Pero más allá de ello, está el temor a perder el amor de aquellos a quienes amamos y peor aún si la causa es el haberlos ofendido.
Ese era el tipo de temor que movió a santo Domingo Savio, joven italiano, alumno de San Juan Bosco, que habiendo muerto a la breve edad de 14 años, el día de su primera comunión nos dejó el legado de su famoso propósito “Antes de morir que pecar”.
Que con el don de temor de Dios, tenga el mayor respeto y veneración por los mandamientos de Dios, cuidando de no ofenderle jamás con el pecado.
¡Que la recepción de los dones del Espíritu Santo en Pentecostés y siempre, nos lleve a reconstruir una auténtica cultura cristiana, con la esperanza y la alegría de los hijos de Dios!