Mtra. Jazmín Velasco Casas • Docente UNIVA Plantel Guadalajara
Recorrer Los Cantos de Maldoror, escritos en 1869, debería advertir a sus lectores con epígrafe dantesco: Deje toda esperanza aquél que entre, pues es inevitable hacer pausas –en ocasiones de semanas o meses– por la incesante galería de símbolos, imágenes y descripciones inquietantes que Ducasse lanza, en momentos con elegancia e ironía, en momentos combativas y bestiales.
El conde de Lautréamont, seudónimo de Isidore Ducasse, nacido en Montevideo y radicado en Francia a partir de los 14 años, adelantándose al psicoanálisis, al dadaísmo y al surrealismo, configura una obra de seis cantos fascinantes y casi inclasificables por su fuerte carácter onírico, psicológico y filosófico que, confronta los límites del lector al encontrarse con hilos de pensamiento desestructurado e ilógico que muestran el inconsciente en estado puro, deseos sin censura y expresiones de furia, asco y venganza que inundan secciones enteras.
Situarse frente a este libro es imbuirse en una de las figuras más enigmáticas de la poesía; su prematura muerte, los escasos datos de su vida y personalidad, los comentaristas escandalizados y la admiración y rechazo de poetas contemporáneos, que caracterizaron su libro como «carente de forma literaria, lava liquida, insensata, negra y devoradora»; así como la vinculación entre Poeta y Obra, calificado como genio enfermo, y su fuerte influencia en los artistas simbolistas, surrealistas y en general en la literatura moderna, son algunos de los elementos que han hecho que Maldoror trascienda.
Desde mi propia lectura Maldoror representa el proceso de lucidez de descubrir cuál es la naturaleza humana, una lucidez sufriente que se mueve en bucles de duelo, donde algunos bordes reflejan la ambición de infinito y perfección, la pregunta por el mal:
«Igual que los perros, experimento esa necesidad de infinito…Pero ¡no puedo, no puedo satisfacer esa necesidad! […] ¿qué me importa mi origen? De haber dependido de mi voluntad, habría preferido ser hijo de la hembra de tiburón, cuyo apetito es camarada de las tempestades, y del tigre cuya crueldad es bien conocida: quizá no sería yo tan malo.»
La prolongada tristeza del abandono y soledad existencial:
«acurrucado en el fondo de mi amada caverna, presa de una desesperación que me embriaga como el vino, arranco con mis manos poderosas jirones de mi pecho. Con todo, tengo la impresión de no estar atascado de rabia. Con todo, tengo la impresión de que soy el único que sufre. Con todo, tengo la impresión de que respiro.»
Y en otros, la rabia, el vencimiento y la burla:
«Enciérrame toda la vida en una prisión oscura, con escorpiones como camaradas de cautiverio, o, asiéndome un ojo, tira de él hasta hacerlo caer al suelo; jamás te haré el más mínimo reproche; soy tuyo, te pertenezco, ya no vivo para mí mismo. […] ¡Oh santas matemáticas, ojalá pudieras, mediante vuestra perpetua asistencia, consolar el resto de mis días de la maldad del hombre y de la injusticia del Gran Todo!»
Podría interpretarse que los versos ducassianos proclaman la vida como tragedia o como comedia dramática y, al sujeto como ser doliente que no puede escapar de su sino; no obstante, desde una mirada schopenhaueriana, el deseo de la voluntad –fuerza ciega e instintiva–, siempre moverá y recordará la incompletud, prometiendo únicamente la conciencia de la falta, la naturaleza de falta; de esta manera, Maldoror será el espíritu disconforme que contiene no sólo los dolores de la humanidad, sino los caminos para entender el mal como problema humano bajo un pesimismo activo, que ataca lo falso en sí y en el exterior para construir lo auténtico, aunque esto implique alejarse del lenguaje convencional y nadar en las profundidades del océano humano.