Mtro. Juan Manuel Madrigal Miranda • Docente en UNIVA Zamora
Todo cambia, excepto el amor a la vida.
Es cierto que nadie puede bañarse dos veces en las aguas del mismo río, pues el río fluye siempre, cambiando sin cesar. Como las flores silvestres que nacen, florecen y mueren con la primavera, nosotros también atravesamos ese ciclo. Surgen poderes e imperios, pero solo sus ruinas quedan mañana. La belleza, ya sea humana o de cualquier forma viva, dura apenas un instante, como un eclipse: la luz se convierte en oscuridad, y luego en luz otra vez. Hasta el sol nació un día, brilla y un día se apagará, junto con su hija, la Tierra. Vanidad de vanidades, todo es vanidad. Todo lo que nace está destinado a morir y a transformarse.
Es curioso que casi toda la violencia y las guerras en este mundo han sido por el deseo de poseer objetos, ideas y personas, o por aferrarnos a autoimágenes. Al observar esto, parece como si intentáramos poseer el viento o aferrarnos a nubes; como si lucháramos por espejismos, por sombras que pasan. Cuando abrazamos a alguien sin ver en esa persona lo que es inmutable, solo estamos abrazando un fragmento de vida en constante cambio.
La Tierra está abonada con los huesos de millones de seres humanos que desearon y lucharon por poseer, pero nada quedó de ellos ni de sus posesiones, solo su polvo. Todo pasa y se transforma, y así ha sido y será siempre, hasta que logremos transformarnos en corazón y mente. Si nos quedamos en la lógica del mundo, solo nacemos para morir, y la vida se convierte en una pasión inútil, un suspiro en la oscuridad sin amanecer ni estrellas.
¿Qué queda de todos los deseos, sueños y afanes de quienes nos precedieron en esta esfera azul? Todo se disuelve en el caudaloso río del cambio: lo que vemos, escuchamos, tocamos, sentimos y hasta lo que imaginamos. Sin trascendencia, somos sombras en un mundo de sombras, y el tiempo es solo un mago ilusorio, sacando de su sombrero fantasmas en un escenario en desintegración.
Este flujo constante puede ser fuente de terror o una oportunidad, de angustia o de paz. No somos realmente de este mundo egoísta, donde todos compiten contra todos; somos peregrinos rodeados de árboles, piedras, mariposas y nubes, todos también peregrinos. Los pobres sufren porque tienen poco, y los ricos, porque tienen demasiado que cuidar, pero poco o mucho son solo fragmentos de nada en el teatro de la impermanencia. En el flujo del tiempo, solo encontramos esperanza si reconocemos que todo lo que existe puede compararse a dos pájaros: uno que ansiosamente devora los frutos del Árbol de la Vida, y otro que se alimenta solo de lo necesario, cuidando el milagro de la existencia.
Hay creencias que dan vida y creencias que traen muerte. La verdadera Sabiduría es la inteligencia que da vida, mientras que la inteligencia sin Sabiduría es destructiva. El amor incondicional a la vida es lo único que permanece a través de los cambios. Este amor se cristaliza en historias de paciencia, compasión, fuerza, ternura, justicia y belleza. El cambio puro es muerte absoluta; en cambio, el amor es más fuerte que la muerte, es lo que da sentido a la vida.
Existe alguien que permanece en el cambio, inmanente y trascendente a la vez; inmortal e inmutable. Está más allá del tiempo y del espacio, es raíz y flor de todas las cosas, luz de luces. Está más allá de todo y, al mismo tiempo, en el interior de cada cosa, constante desde el nacimiento hasta la muerte, un Amigo(a) con quien se puede dialogar.
Ese alguien, a quien ni el universo ni la imaginación pueden contener, está en cada uno de nosotros. Es el brillo en nuestros ojos, la chispa divina que nos hace únicos e irrepetibles. Es nuestro deseo de amar y de ser amados, de vivir con ternura y responsabilidad. Es la sacralidad de la persona, amor hecho carne antes incluso de la creación del mundo. La personalidad es solo la cáscara de esa esencia, nuestro «yo» cambiante y relativo.
La esencia de la persona es el amor incondicional a la vida, que, como la esperanza, solo puede existir de forma compartida. La fe implica responsabilidad social y comunitaria: trabajar por la justicia y todo lo bueno que sostiene la alegría de vivir, incluso en los momentos de oscuridad. La fe y el amor a la vida, la Resurrección del amor a la vida, generan más energía que el núcleo del sol.
El amor sin esperanza es solo una cuerda floja suspendida sobre un abismo. La fe sin justicia social es una ilusión conformista. No basta con profesarla; se demuestra con obras benignas. Encontrar en nuestro corazón el amor inmutable, no apartar la vista de esa luz, es la puerta al florecimiento de la fe. La esperanza es el latido del corazón de cada hombre y cada mujer resonando en nuestro ser.