
Donde cantaban los abuelos, hoy se disparan versos.
A lo largo de mi vida, la música regional mexicana ha sido una constante. No solo como un género que disfruto, sino como una forma de identidad. Crecí escuchando las voces de Pedro Infante, Vicente Fernández y José Alfredo Jiménez, en una casa donde las letras se entendían, se sentían y se vivían. Hoy no puedo evitar analizar cómo ha cambiado la música en nuestro país y qué dice esto sobre nuestra cultura.
La música no solo entretiene, también educa, refleja y moldea comportamientos. Cada generación ha tenido su ritmo, su estilo y su voz, pero hoy más que nunca, las diferencias entre «antes» y «ahora» son notables. Y aunque todo cambio puede ser válido, no todos los cambios necesariamente suman.
El regional mexicano de antes —rancheras, corridos tradicionales, baladas norteñas— era más que música: era poesía con sombrero. Las letras hablaban del amor, del desamor, del trabajo duro, de la traición y de la esperanza. Había un sentido de respeto, incluso en los relatos más crudos. La figura femenina, aunque muchas veces idealizada, se trataba con romanticismo. Y aunque existía el machismo en algunas letras, también había dolor, vulnerabilidad y códigos de honor.
Vicente Fernández cantaba “Acá entre nos, quiero que sepas la verdad”, con un orgullo quebrado, confesando su dolor sin perder su esencia varonil. Joan Sebastian, con “Eso y más”, nos entregaba una oda al amor que parecía eterna. Y no olvidemos a Los Tigres del Norte, quienes desde siempre abordaron temas sociales con una narrativa casi periodística, como en “La jaula de oro”.
Estas canciones, muchas veces acompañadas de mariachi o acordeón, eran parte de una cultura familiar. Sonaban en las fiestas, en las comidas, en los trayectos largos en carretera. Sus letras eran claras, humanas, cercanas.
La nueva ola: regional tumbado y corridos bélicos
En contraste, el panorama actual del regional mexicano ha mutado hacia lo que ahora se conoce como corridos tumbados, bélicos o alterados. Artistas jóvenes como Natanael Cano, Peso Pluma y Junior H han transformado el sonido y el discurso. La influencia del trap, el reguetón y la cultura urbana se mezcla con el sierreño y el norteño, dando lugar a una nueva generación de música que conecta fuertemente con los jóvenes.
Pero, ¿qué nos están diciendo estas nuevas letras? Aquí es donde surgen cuestionamientos. Si antes se hablaba del trabajo, la lealtad o el desamor con metáforas, hoy las letras son explícitas: drogas, armas, lujos, mujeres como objetos, traiciones y violencia como forma de vida. Ya no se canta al amor perdido, sino al respeto ganado a base de miedo. Las canciones dejaron de ser relatos para convertirse en declaraciones de poder.
Por ejemplo, una canción puede decir sin rodeos: “Traigo el cuerno en la troca y la bolsita de cristal”, normalizando el narcotráfico y el consumo. En lugar de vulnerabilidad, hay arrogancia. En vez de nostalgia, hay ostentación. Y aunque estos artistas argumentan que solo “reflejan la realidad”, es necesario preguntarse: ¿la música refleja o moldea esa realidad?
Entre la libertad y la responsabilidad
Como comunicóloga, entiendo que la música es también una industria. Y en esa industria, lo que vende, manda. Es por eso que el contenido se adapta a los algoritmos, al streaming, a los trends de TikTok. Pero como mujer, como mexicana, como oyente, también siento preocupación. Porque si bien la música debe evolucionar, no debemos perder de vista lo que comunica y a quién lo comunica.
No se trata de satanizar a los nuevos artistas. Muchos de ellos son talentosos, innovadores y saben conectar con su público. Lo que hace falta es equilibrio. Porque la música también educa. Y si todo lo que escuchamos glorifica la violencia y el consumo, eso termina por permear en nuestras actitudes sociales.
¿Dónde quedaron las canciones que nos enseñaban a pedir perdón, a luchar por amor, a valorar el esfuerzo? ¿Dónde están los nuevos trovadores del campo, los cronistas del barrio, los poetas del pueblo?
No todo está perdido. Aún hay propuestas actuales que mantienen un nivel lírico valioso. Grupos que han logrado combinar lo nuevo con lo tradicional. Hay una intención de rescatar lo emotivo, lo honesto. Como sociedad, tenemos derecho a disfrutar la música que queramos, pero también la responsabilidad de exigir calidad en el contenido. No se trata de regresar al pasado, sino de avanzar sin olvidar nuestras raíces, nuestras historias, nuestras emociones.
La cultura musical mexicana es rica, diversa y viva. Está en constante transformación, y eso es parte de su belleza. Pero hoy más que nunca, debemos hacer una pausa para reflexionar: ¿qué estamos escuchando y por qué? ¿Qué valores transmitimos con nuestras canciones? ¿Qué futuro estamos cantando?
Porque en el fondo, la música es la banda sonora de nuestro tiempo. No quiero que nuestra historia la escriban solo las balas y el brillo pasajero. Quiero que vuelva a cantarse desde el alma.
Como decía José Alfredo Jiménez: “No vale nada la vida, la vida no vale nada, comienza siempre llorando y así llorando se acaba”; pero también supimos de amor con: “Estos celos me hacen daño, me enloquecen”, de Vicente Fernández. Fuimos mujeres fuertes con “Mujeres divinas” y hombres sensibles con “Te solté la rienda para que volaras”.
Nuestra música fue alguna vez consuelo, resistencia, protesta y caricia. Hoy, más que nunca, necesitamos volver a cantar no solo lo que somos, sino lo que queremos ser.