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Tutmes Hertzahim Carrillo Romero · Docente de Educación Continua 
Siempre me he apremiado por saber si no tendremos otra oportunidad para vivir, ya que en los más mínimos jonucos de imaginación siempre brotan esperanzas que mueren por el miedo y que renacen con el sol de los amaneceres de la vida. No sé si preguntar o decir, si charlar o entregarme al ánimo inspirador del café. Sin embargo hoy sabremos qué oculta en la magia de su ser el café.

Todo fue por un café. Delicado y tierno, humeante en la barra esperando a que la vida en su deliciosa fantasía uniera dos savias. Ella de espaldas al camarero, él preocupado por el tiempo y entretenido en el diario. Dos penas, dos existencias, dos miradas distintas. Al punto sin pensarlo los dos dieron la vuelta y quisieron tomar su café. Casualidad imprevista, sólo un café.

Qué denodados, ambos pusieron sus manos sobre el mismo vaso humeante y después de la increíble sorpresa de no tener un café sino una dócil mano, unieron sus miradas en un único e irrepetible vibrar de locura, locura hecha amor. No se conocían, pero una mirada bastó para hablar, no estaban seguros de quién era el café, pero ninguno lo olvidaría. Nadie sabe por qué los dos se encontraban en la misma cafetería, pero el tiempo se encargó de robarles hasta el último suspiro pensando en este lugar.

Un pequeño balbuceo se convirtió en cartas, las cartas en miradas suaves que compartían el mismo anhelo. Las miradas pasaron en lugar de las citas, las citas en los tiernos mensajes y las flores, las flores fueron poco a poco promesas, y las promesas anillos, los anillos fueron hijos, heraldos del verdadero amor, y éstos al fin se convirtieron en sonrisas de la vejez. Y una vez que estuvieron coronados por la infausta nieve en su pelo, ambos seguían juntos.

La primavera se convirtió en invierno. Y ahora no se veía a los dos chicos que corrían por las calles gritando su amor en silencio, pero en cambio se veía pasar lentamente el recorrer delos pasos de dos viejitos acartonados por el rencor del tiempo que está condenado a ser eterno.

Quién lo diría, que aquel par de tórtolas que en el número 260 de la calle principal guardaron para la eternidad el sello de sus labios, uno con otro, hoy les cuesta tanto recorrer un solo sendero, con la carga de las enfermedades encima, la ingratitud de los hijos golpeando y la mente volando como paloma que les recordaba que ya eran viejos.

Ya no había noches de desvelo en las fiestas, pero seguían sin dormir por preocuparse hasta de la mínima tos de uno y otro. Ya no había largos viajes que cumplían sueños, pero había recorridos interminables para cruzar la calle y llegar a la Iglesia, del brazo de su amor. Ya no había besos que les cubrieran el cuerpo entero, pero había caricias en sus manos arrugadas tan indescriptibles que sólo se pueden amar. Ya no hubo tiempo. Un café en la mañana, una mirada y un beso.

Pero aquella noche no fue todo, ella luchó contra su mismo cuerpo que la devoraba y perdió la batalla. El invierno necesitaba terminar. Recostados en el lecho cachazudo de su cuarto él la miró como la primera vez, como cada mañana y por encima de cada taza de café. Y un beso en la frente selló su amor. Entre más se alejaba su boca de la frente de su amada, más el frío hizo su chantaje de ser el último que se interpondría entre ambos. Hoy sólo él, sin ella.

Un árbol, una vela, una taza de café. Una cama que extrañaba a alguien, un asiento vacío en la mesa, una foto, una lápida fría. Un viejo tirado en la grada de la entrada, una mirada perdida en los sueños, un niño que sueña a ser incomprendido, y me doy cuenta de que no, no hay otra oportunidad para vivir, sólo un reloj de café que nunca se detendrá.

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