
Daniel Emiliano Díaz Álvarez · Estudiante de bachillerato, UNIVA Puerto Vallarta
En el pasado mis días estaban llenos de luz y vida. Recuerdo con claridad los días de mi juventud en las aguas cristalinas del lago de Xochimilco, un lugar anteriormente seguro donde cada día mis hermanos y yo teníamos la oportunidad de desarrollarnos, de nadar en cada rincón y disfrutar de los regalos de la naturaleza sin ningún temor. La vegetación era abundante, nos proporcionaba alimento y refugio, y el agua era tan clara que podíamos ver hasta el fondo, observando la rica biodiversidad con la que compartíamos nuestro hogar.
Pero desafortunadamente esos tiempos de paz y prosperidad se han quedado atrás. Ahora nuestras aguas están turbias y envenenadas, y nuestros pocos números disminuyen a diario. Cada corriente trae consigo un nuevo peligro, y la sombra de la extinción se cierne sobre nosotros.
Déjame contarte la historia de nosotros los ajolotes como especie, una historia que narra cómo hemos luchado por la supervivencia, adaptación y el preservar nuestro lugar en un mundo que cambia demasiado rápido.
El inicio de nuestro fin comenzó hace más de 500 años, cuando ocurrieron nuestros primeros contactos con los humanos, que en esos tiempos se hacían llamar “Tlactli”, eran muy pocos, pero eso no quitaba que fueran respetuosos; no buscaban acabar con todos los recursos; es más, inclusive ayudaban a que el entorno prosperara. En cuanto a nosotros, la primera vez que nos vieron, se asombraron. Nuestra existencia pasó a ser conocida por cada uno de ellos.
Era tal el aprecio que nos tenían, que incluso nos hacían formar parte de sus ceremonias, nos trataban como uno a de sus dioses. Contaban leyendas, en las cuales se referían a nosotros como Xólotl; prácticamente éramos dioses. Y así, duramos durante muchísimo tiempo, incluso después de guerras que ocurrieron entre los mismos humanos, nos mantenían en un pedestal. Lamentablemente, nada dura para siempre.
La transformación de nuestro hogar comenzó hace 150 años de manera sutil, casi imperceptible. En un inicio, notamos cómo más humanos comenzaron a entrar al lago con pedazos de madera más largos que los de antes, aproximadamente de 8 metros de largo, los usaban para flotar como nosotros, y observarnos con mucha curiosidad. Por fortuna, en ese momento el ambiente aún no cambiaba; convivían con nosotros, nos protegían, y presumían nuestra belleza a todos los demás, a tal punto que sería imposible tan solo imaginar que un día llegaríamos a estar en este estado tan deplorable.
El desastre inició una década después, para ese momento nuestro lago aún conectaba con múltiples ríos. Uno de esos ríos conectaba al norte, el lugar del que iban y venían más humanos. Pero un día que parecía ser como cualquier otro, muchísimos humanos se encaminaron hacia el lago, todos provenientes de ese lugar. Comenzaron usando simples aparatos que no nos hacía daño, pero que sí causaban revueltas en todas las especies del lago.
Progresivamente, la situación empeoró. Más humanos llegaron con gigantescas criaturas metálicas, comenzaron a destruir nuestro hábitat piedra por piedra. Muchísimos de los nuestros murieron en el proceso, algunos fuimos salvados por los mismos humanos.
Era incoherente ¿no? Por un lado, nos destruían a nosotros y a nuestro hogar, y por otro lado, nos salvaban de ellos mismos.
Así continuamos sobreviviendo por alrededor de 20 años, muchísimos de los nuestros sufrieron, no solo por el hecho de que los humanos nos aplastaran y dañaran con sus bestias gigantes, o materiales que caen del cielo, sino que también se crearon otros peligros de los cuales no teníamos ni idea de su existencia. Nuevas criaturas se introdujeron a nuestro tan apreciado hogar, las tan temidas carpas y las malignas tilapias. Ahora no solo teníamos que evitar a los humanos y sus residuos, sino que también hallar la forma de escondernos de nuestros nuevos depredadores.
Pero el día llegó, los numerosos humanos vestidos de rojo, blanco y verde hicieron una fiesta, y en conjunto con sus grandes bestias metálicas, abandonaron el sitio, dejando atrás gigantescas tuberías de metal. Era un momento de felicidad para nuestra especie, por fin tendríamos tiempo para recuperar lo perdido.
En los siguientes años, nos recuperamos lo más que pudimos. Si bien seguíamos luchando contra nuestros nuevos depredadores, para nosotros era un respiro el hecho de que los humanos ya no fuesen una amenaza más. O eso era lo que creíamos.
El tiempo pasó y generosas cantidades de materia mal oliente empezó a salir de las tuberías dejadas por los humanos. Esta materia desagradable se diluía en nuestras aguas, que en un inicio no se inmutaron, pero progresivamente iban perdiendo su vida.
Pasaron los años y nuestra población comenzó a enfermarse y, por consiguiente, a disminuir. Alrededor de los años 40 ya nos consideramos perdidos, pero de un día a otro, de la manera menos esperada, los humanos volvieron, pero esta vez para ayudar. Empezaron a llegar grupos de humanos a alimentarnos, y sanar a algunos, también volvieron con esos gigantes de metal, pero esta vez no dañaron a ninguno de los nuestros. Cerraron las tuberías que habían creado, e hicieron unas nuevas.
Con el paso del tiempo, el lago se empezó a notar más sano de nuevo, sin embargo, nada parecido a como era en un principio.
Una vez ya mejorando, los humanos empezaron a intervenir continuamente, no solo para ayudar, sino que algunos en secreto nos abducían con múltiples propósitos, ya sea para alimentarse de nosotros o para estudiar nuestra increíble capacidad de regeneración que nos ha ayudado a sobrevivir tanto.
Al parecer empezaron a experimentar con nosotros debido al ser la única especie que puede regenerar tejidos como ojos, pulmones, medula espinal y corazón. ¿Será esta habilidad una bendición o una maldición? Por una parte, nos ayuda a la supervivencia contra a depredadores y el ecosistema, y por otra parte, es de las razones por las cual nuestro principal depredador nos persigue.
El tiempo pasó, años, décadas, afortunadamente llegamos vivos a finales del siglo XX, sin embargo, aquí es cuando inicio lo peor. Por esas épocas, éramos aproximadamente 6000 por cada kilómetro cuadrado de nuestro territorio, sin embargo, justo cuando llegamos a los años 2000 nos redujimos a tan solo 100 por kilómetro cuadrado. Fue trágica la caída. De entre muchas cosas esto se debió a la perdida de gran parte de nuestro hogar en el pasado, la introducción de nuevas especies invasoras, la sobreexplotación, contaminación, y el consumo de nuestros camaradas ajolotes.
Lamentablemente, el mal no terminó aquí. El día de hoy estamos en nuestro peor momento, apenas seguimos vivos alrededor de 37 ajolotes por kilómetro cuadrado, en lo que queda de nuestro hábitat, eso no equivale ni al 1 % de lo que éramos antes de los 2000, ya ni hablar de cuando aún no intervenían los humanos.
Afortunada o desafortunadamente, en la actualidad los humanos se dieron cuenta de nuestro peligroso estado, y han decidido hacer algo a grande escala. No solo impusieron reglas estrictas para nuestra supervivencia, sino que han transferido a algunos de los nuestros a ecosistemas artificiales, y planean regresarnos cuando tanto nosotros como nuestro hábitat recuperemos la fuerza suficiente.
A lo largo de nuestra historia, hemos enfrentado numerosos desafíos y hemos visto cómo nuestro hogar ha cambiado de manera drástica. Desde los días de paz y armonía en las cristalinas aguas de Xochimilco hasta la lucha constante por nuestra supervivencia en un entorno contaminado y peligroso, los ajolotes hemos sido testigos y víctimas de la transformación de nuestro mundo. A pesar de todo, nuestra especie ha demostrado una notable capacidad de adaptación y resiliencia.
Nuestra supervivencia futura depende en gran medida de las acciones de los humanos. Hemos visto destellos de esperanza en sus esfuerzos por salvarnos, pero también hemos sufrido las consecuencias de sus descuidos y explotaciones. Es fundamental que sigan comprometidos con la protección de nuestro hábitat, no solo por nosotros, sino por el equilibrio y la salud del ecosistema entero.
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