Eila Gisela Zalles Torres Docente de CEA y Negocios Internacionales UNIVA plantel Puerto Vallarta
Desde hace más de 12 años, dar clases es mi cardio. Así como hay quien se va al gimnasio a desestresarse y a generar endorfinas, así también yo entro al salón de clases y todas mis preocupaciones desaparecen.
Hay una excepción: nunca me ha gustado dar clases en línea, o debería decir: nunca me había gustado hasta ahora. Antes de todo lo que estamos viviendo actualmente, la pandemia y el subsecuente aislamiento derivado del COVID-19, las clases en línea no tenían ninguna relación con la magia que se generaba en el salón de clases.
En mi experiencia, dar clases en línea consistía en subir información a un repositorio digital para que, de forma asíncrona, el alumno respondiera mediante la entrega de trabajos que a veces, sólo daban la impresión de saber que estábamos haciendo algo, más que generar un aprendizaje verdadero.
Recuerdo una ocasión en la que un proyecto de universidad a distancia me contrató para dar clases. La materia que se me asignó no tenía nada que ver con la formación, pero me dijeron que «cualquiera podía darla» y que después me asignarían materias acordes a mi perfil.
Cuando vi la lista de alumnos, casi me voy de espaldas, ¡más de 70 inscritos a los que había que evaluar 2 veces por semana! lo que me pagarían por dar esa clase, terminaba siendo desproporcional al esfuerzo que demandaría un grupo de tal magnitud. Al final, de esos 70 alumnos, menos de 10 enviaron trabajos. Lamentablemente, este «modelo educativo» continua vigente en muchas escuelas, y al día de hoy, se asume que el docente puede calificar con atención a un número ilimitado de alumnos por el mismo precio que da una hora de clase. Esa idea no podría estar más errada.
En cambio, con la crisis del COVID-19 se nos vino encima, nos encontramos tan desprevenidos que tuvimos que aprovechar cuanto recurso tuvimos a nuestro alcance… Y ahí sucedió la magia. Los profesores nos encontramos, cada quien, en la medida de sus posibilidades y capacidades, buscando alternativas nuevas y diferentes para transmitir el conocimiento. Desde los docentes de educación preescolar o primaria en los niveles socioeconómicos más bajos hasta los catedráticos más prominentes de las mejores universidades privadas; todos estábamos en la misma situación.
Algunas instituciones estaban más preparadas que otras, pero todos tuvimos que improvisar en alguna medida. Y en esa improvisación es que finalmente logramos algo que, al menos yo, había estado buscando desde mis primeras incursiones en materias en línea. Por primera vez estamos buscando sacar provecho de las características inherentes a los medios digitales, en lugar de intentar forzar viejos modelos educativos a través de internet.
Aún no sabemos cuánto durará esta crisis, ni las implicaciones que a futuro tendrá, lo que sí creo (yo, eterna optimista) es que estos meses han sido disruptivos: la educación no podrá (ni debería) volver a ser igual, porque ya hemos descubierto que podemos retarnos e ir más allá de lo que creíamos nuestros propios límites. No puedo decir con exactitud hacia donde nos dirijan los cambios. Pienso, como siempre lo he creído, que la educación presencial no desaparecerá, pero sin duda ahora podemos complementarla mejor gracias a las nuevas herramientas que hemos descubierto.
La educación online probablemente está a punto de dar el salto más grande desde su creación. Yo, apasionada de la docencia, estoy completamente emocionada y expectante por lo que sigue.