Mtro. Miguel Camarena Agudo • Encargado de Corrección y Estilo del Sistema UNIVA
Y así crecí volando y volé tan deprisa
Que hasta mi propia sombra de vista me perdió
Para borrar mis huellas destrocé mi camisa
Confundí con estrellas las luces de neón
Hice trampas al póker
Defraudé a mis amigos
Sobre el banco de un parque
Dormí como un lirón
Desde la temprana infancia me gustó andar en la calle y siempre ha sido algo que he disfrutado mucho. El peor castigo que podía imponerme mi madre era no salir a jugar con mis amigos. Entonces, no me quedaba más que obedecer y cumplir con todos los ordenamientos impuestos por ella, para yo lograr tal fin.
Cuando fui creciendo mis ímpetus fueron aumentando junto con la necesidad de expandir mis horizontes. Recorrer más sitios de la colonia, buscar algo diferente a lo ya conocido me empujaba a explorar otras zonas lejanas a las propias fronteras del barrio. La gavilla de pequeños trúhanes con los que compartía, no solo la cuadra, sino la vida, realizábamos expediciones a los pueblos aledaños. Nuestra condición de cachorros de periferia nos daba esa la posibilidad de brincar los bordes de la ciudad con muy poco esfuerzo.
Más de una vez las madres de algunos de nosotros se lanzaron al rescate de esos pequeños exploradores que salían a cazar gusarapos en los charcos cenagosos, cortar guamúchiles, o simplemente internarse en los huertos aledaños a robar fruta. En esa edad, la de la inocencia, no teníamos una consciencia del peligro o quizá no estaba tan podrida la sociedad. No por eso nuestras madres dejaban de preocuparse por nuestro incierto paradero.
A los doce años me tuve que ir de ese lugar, pero seguí asistiendo a la misma secundaria todavía un año más. En esa época de adaptación a la nueva casa y del alejamiento paulatino de mis viejos amigos, seguí teniendo experiencias, salir en bicicleta por la ciudad, pasar tardes en el Skatocaño, recorrer las vías del tren y otras tantas ocurrencias naturales en un gato de baldío.
En la preparatoria tuve la suerte de conocer a un grupo de locos de atar con los que hice viajes a la playa. Tuvimos la oportunidad de conocer un pueblo en Zacatecas del cual nos enamoramos y al cual recurrentemente íbamos a sembrar el terror, hasta que el narcotráfico se encargó de volverlo una realidad. Esperábamos cualquier puente o temporada vacacional para largarnos a vagar. Sin contar los múltiples reconocimientos a bares y lugares underground que hacíamos dentro de la propia ciudad.
Los fines de semana comenzaron a cobrar un sentido especial, eran la oportunidad de dejar atrás la semana y coquetearle a la vida con nuestra exacerbada insolencia de jóvenes terroristas. En esa época conocimos un mundo donde la belleza, la limpieza, la seguridad y la armonía estaban exiliadas. Al mismo tiempo que nos convertíamos en anormales devoradores de libros. La música, la literatura y la poesía se volvieron una adicción en algunos de nosotros, lo mismo que el cigarro y el alcohol; una extraña conjunción. La preparatoria era un lugar de encuentro más que otra cosa, y estoy seguro de que aprendimos más de los otros que de la escuela.
Nos divertíamos a raudales viviendo, leyendo, cantando; vagando entre las calles, las palabras y los acordes. Éramos unos pobres románticos o parnasianos baratos, pero muy felices. No nos importaba nada, nos burlábamos de todo, nos reíamos de todos, nos queríamos todos. La vagancia era un sinónimo de libertad y oportunidad, la veta de las posibilidades infinitas de andar la vida y aprender de ella fuera de las convenciones y los estatutos. Me parece que la vagancia es una actitud natural que las obligaciones adultas a veces mutila o ablanda, pero que nunca deja de estar ahí para escapar de la realidad, tomar oxígeno y regresar en espera de la próxima chance para la aventura. Una suerte de rebeldía a sumergirse en el cansancio de la monotonía y la rutina, de escapar del conformismo, la trivialidad y la miseria de mirar todo desde una pantalla. La vagancia nos exime de la seguridad, nos hace correr riesgos, pero qué no es eso la vida, un maravilloso peligro, como decía Cabral.
A veces uno escribe este tipo de obscenidades más que para provocar a los detentores de las buenas costumbres, por la necesidad de plasmar algo que comienza a ser borroso; porque cada vez se aleja uno de esos tiempos y se tiene la sensación de ir perdiendo recuerdos. Uno escribe a veces para dejar constancia de que se ha vivido y que no se quiere morir del todo.
Por decir lo que pienso, sin pensar lo que digo
Más de un beso me dieron y más de un bofetón
Lo que sé del olvido lo aprendí de la Luna
Lo que sé del pecado lo tuve que buscar
Como un ladrón debajo de las faldas de alguna
De cuyo nombre ahora no me quiero acordar
Así que de momento, nada de adiós muchachos
Me duermo en los entierros de mi generación
Cada noche me invento
Todavía me emborracho
Tan joven y tan viejo, like a Rolling Stone.
Tan joven y tan viejo, Joaquín Sabina