Pbro. Lic. Armando González Escoto • Director de Publicaciones del Sistema UNIVA
En México el adjetivo “inocente” tiene por lo menos cuatro acepciones: menor de edad, ingenuo, no culpable, o francamente tonto. La segunda semana de este mes que ya termina tuvimos el inicio de la jornada de los santos inocentes, la inmediata segunda temporada de la serie televisiva “los secretos de Lozoya”.
Como en toda serie que se respete, el hilo de la trama se acompaña por otros temas tales como el cumplimiento de la catástrofe anunciada, es decir, los sesenta mil fallecidos por COVID-19, negro telón de fondo de la serie; la agudización de la crisis económica mundial, peor que la recesión de 1929, como el ambiente en que los hechos se desarrollan; los efectos especiales gratuitamente ofrecidos por la delincuencia organizada, desordenada o eventual, todo acompañado por la increíble campaña en favor de la comida chatarra, para que mejor disfrute de esta nueva producción.
Es verdad que el derecho afirma que nadie está obligado a acusarse a sí mismo, pero también es cierto que aceptar las consecuencias de los propios actos es un signo de madurez, una sociedad formada por inocentes crónicos es una sociedad infantil que no merece confianza ni es digna de asumir responsabilidades; si quienes conforman la clase política son personas infantiles e inmaduras ¿qué clase de país podemos tener?
Que las declaraciones, videos de unos y otros, señalamientos y acusaciones se filtren a los medios es parte del misterio, pero sobre todo, evidencia de que en las mazmorras del Poder Judicial, las cosas siguen sin cambiar, ¿o será que incurrir en esta clase de filtraciones o no es delito o si lo es no se sanciona?
Una gran parte de la sociedad mexicana sabe que la transformación del país no es algo en lo que se deba creer como se cree en una doctrina religiosa, sino algo que se debe hacer y demostrar con evidencias, porque la corrupción no se abate con series televisivas de policías y ladrones, sino con reformas muy concretas de las leyes, por ejemplo, que los delitos de corrupción no prescriban, que los errores procesales no permitan la liberación de delincuentes, sino la sanción inmediata a quienes levantan mal los procesos,
que a los gobernantes se les prohíba promoverse, pagando con nuestros impuestos tiempo aire en los medios de comunicación, que la mayor y principal sanción a los políticos corruptos, consista en la devolución de lo robado con los intereses que correspondan, estas reformas sí que nos hablarían ya en serio de una genuina transformación, más allá de escándalos tanto más fugaces cuanto más impactantes e inútiles, habida cuenta de que antes de lo que uno se imagina, aún los personajes más demonizados, acaban siendo liberados para que disfruten de lo mucho que se robaron, y todos felices.
Entre ingenuos o tontos seríamos los ciudadanos que nos creyéramos cuanto vemos, leemos u oímos sin someterlo todo a comprobación y análisis, con base a una duda no obsesiva sino pedagógica, tarea que compete a todos pero que, como tantas cosas, hemos descuidado permanentemente.