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Pbro. Lic. Armando González Escoto • Director de Publicaciones del Sistema UNIVA

 

Miguel de Unamuno decía que nos duele más la muerte de nuestros seres queridos, que la propia nuestra. Este dolor de ausencia, y de ausencia para siempre, se ahonda cuando de pronto no es una, sino tantas las personas amadas que dejan de contestar nuestros mensajes, de figurar en nuestras agendas; su presencia, su figura, su moverse entre nosotros desaparece, ya no oiremos sus voces ni podremos beneficiarnos de sus palabras.

Tienen las pandemias la trágica consigna de apagar muchas luces a la vez, dejando en nuestro mundo manchas de oscuridad y ausencia difíciles de sobrellevar, porque se nos niega la clemencia de las treguas, y así, un dolor enciende al otro y se convierte la vida en una hoguera de múltiples fuegos que no parecen saciarse. Es entonces que los lazos que parecían estrechos se rompen irremediablemente ante nuestra impotencia atónita. Nunca la muerte se muestra tan ominosa como cuando borra de golpe tantos nombres de nuestras listas, tantas voces, tantos pasos que cesan de andar junto a los nuestros.

Arrebatados por el inesperado torbellino han visto las gentes de estos tiempos sucumbir amigos y familiares sin que mil manos tendidas al cielo y a la tierra pudieran rescatarlos, miramos su mirada confundida y angustiada, su gesto de súplica que interrogaba sin que hubiese respuesta posible, su aturdimiento ante el golpe severo de una enfermedad impredecible, y sin que podamos hacer nada, se nos van de entre las manos.

Cuantos hay que en estos días entregaron a sus padres, a sus hermanos o amigos a las puertas de hospitales asediados, para sólo recibir a cambio una urna con cenizas, sin saber en qué circunstancias se produjo el final, ni sentir sus manos entre las nuestras, ni ellos tener el compasivo consuelo de una última, cálida y cercana compañía, solo el ruido sordo, las voces encubiertas, los rostros enmascarados de quienes trataban de salvarlos, en ese mundo anónimo impuesto por el contagio, ensombrecido por la incertidumbre.

Otros miraron a sus familiares fallecer en taxis o en autos propios, en ese peregrinar impotente de un lugar a otro sin que les pudieran atender, o supieron de su inútil esfuerzo cuando aguardaban en largas filas esperando por el vital oxígeno.

Desesperación ahogada en llanto, o estoicismo que por dentro arde, o profunda fe en el misterio de la vida, y sensata aceptación de nuestra permanente fragilidad siempre asediada. Cada quién ha vivido la pérdida, a veces las muchas pérdidas, en condiciones donde el dolor difícilmente se puede confinar, porque aislado se encona más.

Sobrevivir no puede ser ya un ufano alarde, sino sobre todo un compromiso serio, tenaz, inteligente y dinámico a favor de los que enferman y de cuantos se desgarran por el dolor de la muerte, pero sobre todo a favor de la vida, para que de nuevo la vida se fortalezca y se defienda, compromiso en favor del respeto que en tales circunstancias no quiere saber de declaraciones huecas y oficiosas, sino de un profundo silencio, el silencio orante y solidario de la brisa matutina, espacio sereno en el que Dios se manifiesta.

 

Publicado en El Informador del domingo 7 de febrero de 2021.

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