Como cristianos siempre debemos buscar comprometernos con Jesús de seguirle hasta el final, en la travesía por esta tierra antes de llegar al nuevo cielo prometido. En este camino, tenemos momentos de euforia y momentos donde la tensión y el ánimo se nos vienen al suelo, sabemos de alegrías y de dolores, y también nos acecha la duda de si el Señor se habrá olvidado de nosotros y nos ha dejado solos.
Jesús, a sus seguidores de buena voluntad de cualquier tiempo, siempre está dispuesto a echarnos una mano, desde lo alto de la cruz. Continuamente tenemos que mirar a Jesús clavado en lo alto del madero. La cruz no nos habla solo de su muerte, nos habla también de su vida, de su resurrección y de nuestra salvación, de nuestra llegada al Reino de Dios. Si Jesús acabó injustamente clavado en una cruz, fue porque vivió de una manera determinada, entregando su vida por amor hacia nosotros, no solo al final, sino en el día a día, hasta morir injustamente antes que renunciar al amor. Y por vivir y morir así, su Padre Dios le resucitó al tercer día.
Mirando a Cristo, su vida, muerte y resurrección, nos impulsará a vivir nuestro trayecto terreno como Él lo vivió, entregando la vida por amor a nuestros hermanos, para poder así resucitar a la plenitud de la vida y felicidad como Él resucitó.
De todas las maneras, en este evangelio, Jesús mantiene un diálogo de sordos con algunos judíos, que por mucho que Jesús les hable, no creen en Él, no le siguen, le rechazan. Les dice con bastante claridad que es de “allá arriba”, que su Padre Dios es el que le ha enviado y le ha comunicado todo lo que les ha revelado. Pero no le hacen caso. Hagamos caso a Jesús, sigamos sus huellas, corramos su misma suerte. Miremos constantemente al Hijo clavado en la cruz.
Cristo es signo de contradicción: los hombres han de decidirse por Él o ir en contra de Él. Pero esa opción compromete definitivamente el destino personal. En estos días de Cuaresma, con la pasión, muerte, y resurrección del Maestro en perspectiva; Él nos invita a una conversión de fe antes de que sea demasiado tarde.
Rechazar a Jesús, que es la vida, la luz, y la salvación; supone optar por la muerte, las tinieblas y la ruina eterna. En cambio, el que mira la cruz con fe y con espíritu de conversión queda curado de su pecado, alcanza la salvación de Dios y tiene vida eterna.