
Ana Sofía Peña Barba · Estudiante del Bachillerato en Comunicación Bilingüe, UNIVA Guadalajara
Esclavizado a un trabajo de ocho horas. A un dolor en las rodillas. A la etiqueta social de “viejo”.
Esclavizado a una relación dependiente. A un padre que no puede criar a su hija. A una madre que no sintió a su hijo al parir. ¿Familia rota, o realmente «familia»?
Esclavizado al miedo de empezar de nuevo. A un teléfono inteligente. Al ocio. Al consumo. A la falsa seguridad de una rutina.
Lo vemos como algo normal. Lo normal es estar medicado, lo normal es tener ansiedad, depresión; lo normal es sentirse tan liviano como una pluma.
Y así, desencadena una adicción.
Una.
Dos.
Tres.
Y también eso es normal.
Resulta que no es tan fácil como lo pintaron. Los trazos del plan ya han sido borrados por la realidad.
Por el miedo.
Por el conflicto.
Personas vacías que piensan que juntas lo estarán menos. No saben que un alma no se llena con otro cuerpo, sino únicamente consigo misma.
Libres de movimiento, pero esclavos del propio camino que la vida les ha impuesto como condena. Esclavos de sus propias decisiones, de huellas de colores que, al seguirlas, se volvieron grises.
Terror de saberlo, o más bien, terror de aceptarlo.
Ojos volteados con cucharas de esperanza, todo para evitar mirar lo que duele.
Haciéndose daño en el intento de evitarlo. Sabiendo cuál es el secreto de la felicidad, pero incapaces de tomarlo. Incapacitados por creencias, estereotipos, la mirada ajena. Por falta de fuerza de voluntad, por falta de conocimiento.
¿Pero de qué sirve cuestionar?
¿Quién, pero quién, vive de esa manera tan terrible?
¿Qué podemos hacer para cambiarlo?
Tres preguntas que definen.
Tres preguntas que te definen.