
A veces me cuesta creer lo que leo en internet. Jordan Belfort. Un nombre que probablemente te suene si te gustan las películas. A mí también. Fue un corredor de bolsa en los años 90, un millonario de Manhattan, un empresario “exitoso” y, sobre todo, un maldito estafador. Pero eso ya lo sabes, gracias a El lobo de Wall Street.
Jordan no es ficción. Es real. No es solo una historia para entretener a quienes fantasean con una riqueza sin límites. Fue un parásito financiero, un depredador con traje caro que no creó nada, no construyó nada, y no dejó más que ruinas. Su fortuna no vino del trabajo, sino del engaño. Se enriqueció robando a la gente común, a los que apenas podían permitirse una inversión, a los ingenuos que confiaron en su voz melosa y su sonrisa de vendedor de humo. Cincuenta millones de dólares al año, amasados con las promesas rotas de miles. Y su imperio del fraude tenía un nombre: Stratton Oakmont.
Por supuesto, lo atraparon. ¿El castigo? Veintidós miserables meses en prisión. Menos de dos años por una estafa que arruinó vidas, dejó familias en la quiebra y exprimió hasta el último centavo de quienes solo querían un futuro mejor. Una pena simbólica, un bache menor en el camino para alguien como él.
Porque en este sistema podrido, el dinero no solo compra poder. Compra perdón. Compra olvido. Compra la oportunidad de volver a hacerlo todo otra vez.
Y cuando salió, no se escondió. No mostró arrepentimiento. No pagó realmente por nada. No. Lo aplaudieron. Le ofrecieron millones para contar su historia. Convirtieron su fraude en espectáculo, su cinismo en carisma, su arrogancia en ícono. Hicieron una maldita película glorificándolo. No sobre las víctimas. No sobre los destrozos que dejó. No sobre los sueños que aplastó. Hicieron un filme que transformó a un delincuente de cuello blanco en el héroe de la avaricia, en la fantasía de cada idiota que cree que el dinero lo justifica todo.
Hoy, Belfort sigue ganando con esa película. Vive como un rey. Da conferencias sobre “éxito”. Cobra miles por enseñar a otros a vender como él, a manipular como él, a robar como él. Mientras tanto, quienes fueron sus víctimas jamás recuperaron lo que él les quitó.
Porque así funciona este mundo enfermo. Si robas con un arma, te pudres en la cárcel. Si robas con un traje y una sonrisa, te escriben un guion y te pagan por los derechos. Belfort no es una excepción. Es la regla. Es la prueba viva de que la justicia no existe para los ricos. No los toca, no los castiga, no les exige que devuelvan nada.
Porque la justicia no es ciega. Está bien despierta, solo que tiene el cuello torcido de tanto inclinar la cabeza ante quien paga más.