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Gestión energética en la administración de Estados Unidos

Dr. Francisco Ernesto Navarrete-Báez · Profesor Investigador

El 20 de enero, Donald Trump asumió nuevamente el poder como el 48.º presidente de los Estados Unidos. Este segundo mandato, interrumpido por un periodo de cuatro años, marcará el retorno de un líder dispuesto a consolidar su poder, con propuestas que tendrán un impacto significativo a nivel global. Bajo su dirección, el país más rico y militarmente poderoso enfrentará importantes cambios en áreas como guerras, inmigración, narcotráfico y, especialmente, en la gestión energética, un tema crucial para el futuro de Estados Unidos, México y el mundo.

Antes de analizar el rumbo que podría tomar la política energética, es importante entender el contexto actual. Desde 2015, la mayoría de los países miembros de la ONU se comprometieron con los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), cuyo cumplimiento está previsto para 2030. Uno de estos objetivos, el ODS #7, promueve el acceso a una energía asequible y no contaminante, impulsando la transición hacia fuentes renovables como la solar, eólica e hidráulica. Sin embargo, la meta de lograr una transición energética para 2030 parece cada vez más lejana.

Existen dos grandes obstáculos para alcanzar este objetivo. En primer lugar, la infraestructura necesaria para generar energía renovable es insuficiente y requiere inversiones colosales. En segundo lugar, la creciente demanda de energía, impulsada por la industrialización global y el lucrativo negocio del petróleo, complica la transición. Actualmente, el mundo consume 103 millones de barriles de petróleo diarios, mientras que la capacidad de producción apenas supera el 15 % de esta demanda. Además, según la Agencia Internacional de Energía (AIE), solo el 30 % del consumo energético global está cubierto por fuentes renovables, lo que dificulta alcanzar una cobertura total en los próximos cinco años. Por ello, muchos países industrializados, aunque avanzan en la adopción de energías limpias, siguen dependiendo de los combustibles fósiles para garantizar su competitividad en el mercado internacional.

Estados Unidos, uno de los principales productores de petróleo, ha incrementado su producción durante la última década, pasando de 2.1 millones de barriles diarios a más de 6 millones gracias al fracking. Esta técnica, aunque controvertida por su impacto ambiental, resulta efectiva y de bajo costo. En contraste, México ha visto disminuir su producción de petróleo, de 2 millones de barriles diarios hace 20 años a solo medio millón actualmente, y ha prohibido el uso del fracking.

Otros países enfrentan desafíos similares. Alemania, al cerrar sus plantas nucleares, depende de energías fósiles provenientes de África y Medio Oriente, mientras que Brasil, pese a ser líder en energías renovables y futura sede de la COP30 en 2025, ha optado por incrementar el consumo de combustibles fósiles para sostener su crecimiento industrial.

En este contexto, la nueva administración de Trump planea implementar decretos que desacelerarían la transición energética, priorizando la explotación de hidrocarburos. Entre estas medidas destacan la reducción de inversiones en energías renovables, la apertura de nuevos yacimientos en el Atlántico y el uso ampliado del fracking en territorios protegidos. Además, se proyectan políticas intervencionistas para explotar recursos en Groenlandia, el Golfo de México y el Ártico, relegando los compromisos climáticos en favor de intereses económicos.

Con este panorama, el futuro inmediato parece favorecer el uso creciente de energías fósiles, posponiendo la transición energética prometida para 2030. Queda por ver si este enfoque tendrá consecuencias irreversibles en la lucha contra el cambio climático y en la construcción de un modelo energético sostenible.

Comunicación Sistema UNIVA

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