
Luis Tercero Gutiérrez Bribiesca · Egresado en Derecho La Piedad
Todos, en algún momento en nuestra vida, hemos soñado con un futuro ideal: un trabajo que nos haga felices, una familia estable, un negocio propio, una vida que tenga sentido. Ese sueño brilla con una luz especial, como si con solo desearlo fuertemente lo hiciéramos posible, como si el universo fuera a conspirar a nuestro favor. Es aquí donde conviene y vale la pena detenerse y preguntarnos: ¿qué es realmente un sueño?
La palabra sueño viene del latín somnus, que podemos decir que es un estado somnoliento, es decir, el estado en que el cuerpo físico se regenera, baja su actividad y, por lo tanto, también disminuye el estado de conciencia; soñar, en ese sentido, ocurre en estado de inconsciencia.
Así, desde esta perspectiva, esto sucede en un estado de reposo. Y aunque en la cultura popular se habla de «mi sueño es…» como algo loable y noble, también puede ser una trampa, precisamente por este estado de reposo e inactividad, pues es el deseo de realización de algo que anhelamos, siendo que el sueño no exige compromiso, ni constancia, ni responsabilidad. Soñar es gratuito, es donde casi parece magia: podemos ser reyes, desaparecer, volar o transformarnos sin hacer absolutamente nada. Realizar, en cambio, es otra historia.
Una meta auténtica no es una fantasía ni un sueño; no estamos hablando de algo mágico o inasible, sino de un proyecto, una situación en el tiempo-espacio, un lugar de partida y de llegada, compuesto de acciones pequeñas, concretas y, sobre todo, racionales y conscientes. Si el sueño es inconsciente, ese “sueño” es difuso, borroso; en cambio, la meta es racional y despierta. Y esta distinción, aunque parezca obvia, es importantísima, pues el acto de hacer implica saber qué hacer, y esto no se puede lograr sin el acto de pensar y del existir, como afirma Descartes: Cogito, ergo sum, “pienso, luego existo”; es decir, pensar a dónde queremos llegar y realizarlo: una meta.
Pensadores como Aristóteles ya hablaban de la idea de la praxis —la acción que se justifica por sí misma, que es parte de la realización del ser humano—, luego entonces, se trata de la orientación de un movimiento. Desear el bien no basta, hay que obrarlo. En la misma línea, Simone de Beauvoir advertía que “el deseo no define al ser humano, sino lo que hace con él”. Y es ahí donde se traza la diferencia entre quien sueña y quien actúa, llegando a una nueva dimensión: la voluntad (prohairesis, προαίρεσις). Así, el actuar por sí mismo, podemos decir que está
aislado, pero si se suma la meta, con la realización de una pequeña acción y, además, con la voluntad firme de realización, estamos frente a una meta que llegará a su propósito: la realización del proyecto.
Transformar un sueño en una meta implica un cambio de actitud frente al tiempo y al compromiso. Ya no se trata de imaginar lo que podría llegar a ser, sino de construirlo paso a paso, con esas pequeñas acciones que nos acercan a la meta. Cada decisión que tomamos, cada hábito que cultivamos o dejamos atrás, cada conversación que iniciamos, es parte de esta gran construcción que estamos emprendiendo.
Sin embargo, quisiera decir que una meta no se alcanza «cuando llegamos», sino cada vez que damos un paso en sintonía con ella. El éxito —si queremos llamarlo así— no está al final del camino, sino en la coherencia entre lo que anhelamos y nos hace feliz, y lo que hacemos para conseguirlo. Ser feliz en el camino es la meta en sí.
Soñar, entonces, está bien: es el punto de partida, la gran chispa inicial. Pero no confundamos el sueño con el camino. Si no despertamos y comenzamos a andar, jamás sabremos si ese futuro que soñamos será posible.