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Regina Solis Mancilla · Estudiante de la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación, UNIVA Guadalajara

Nunca logro entender cómo me siento cuando se acerca el 8 de marzo. Es una mezcla de coraje, tristeza, nostalgia, felicidad y, sobre todo, miedo. Miedo. Esa sensación constante que nos atormenta a lo largo del día. Estar alerta en cada paso que damos, con cada persona con la que nos relacionamos; tener cuidado. No confiar en nadie. Ser mujer en este país es un factor de riesgo ante la ley. El simple hecho de existir siendo mujer se convierte en un riesgo. Nos enseñan a tener miedo desde pequeñas. Nos enseñan a no hablar con extraños, a no aceptar bebidas, a vestirnos «conservadoras», a no caminar solas de noche, a no confiar en nadie, a correr si sentimos que alguien nos sigue. Nos enseñan que el peligro es algo con lo que debemos aprender a vivir. Pero a ellos no les enseñan a no violentarnos.

Desde niñas, la carga del miedo nos pertenece. Y cuando crecemos, entendemos que no es paranoia. Las historias que nos contaron nuestras madres y abuelas siguen repitiéndose con nosotras. La violencia no ha desaparecido, solo ha cambiado de forma. ¿Cómo esperan que no nos enojemos? Si el gobierno no responde. Si el sistema protege a los agresores y nos incita a escondernos. Es irónico y tristemente cierto que cada mujer que conozco, sin excepción, ha sufrido algún tipo de violencia de género. Siempre que hablamos de esto, aparece la misma respuesta automática: «No todos los hombres». Como si eso cambiara algo. Como si no supiéramos que no todos son agresores, pero que sí todos han crecido en un sistema que les beneficia. Que han visto cómo un amigo hace comentarios machistas y no dicen nada. Que han observado cómo una mujer tiene miedo y ni siquiera lo han notado.

El silencio también es violencia. La indiferencia también es violencia. Cuando invalidan nuestra lucha, cuando minimizan nuestras experiencias, cuando responden con «pero también matan hombres», están desviando la conversación y negando lo evidente: ser mujer en este país es un riesgo. Y si no hacen nada para cambiarlo, están siendo parte del problema. No es normal que una hija no pueda confiar en su propio padre y le arrebaten su infancia. No es normal tener que cuidar constantemente tu bebida para evitar que te la droguen. No es normal dejar de tomar el transporte público porque alguien decidió masturbarse junto a ti. No es normal cargar con spray pimienta, un taser, las llaves entre los dedos y estar todo el tiempo nerviosa. No es normal no volver a tu casa después del trabajo, de la escuela, de una fiesta, de donde sea. No es normal. O lo es. Pero no debería serlo.

A pesar de todo, nos tenemos entre nosotras. Cuando nos escribimos para asegurarnos de que llegamos bien a casa. Cuando nos compartimos ubicaciones en tiempo real. Cuando una desconocida nos ayuda en la calle porque notó que alguien nos estaba siguiendo. Cuando nos tomamos de la mano en la marcha.

Cuando gritamos juntas. Nos enseñaron que debíamos competir entre nosotras, pero aquí estamos, reconstruyendo lo que nos arrebataron: la confianza, el apoyo, la seguridad de saber que no estamos solas.

El 8 de marzo es un día de lucha, de memoria, de resistencia. Pero la violencia no se detiene el 9 de marzo. No se detiene nunca. No es solo un día para que las marcas se vistan de morado y digan que apoyan a las mujeres mientras siguen explotándonos. No es solo un día para que los políticos finjan que les importa la violencia de género mientras protegen a agresores. No es solo un día para que los hombres digan que nos apoyan mientras nos interrumpen en las conversaciones. La lucha es diaria. La exigencia es constante. Porque cada día desaparecen mujeres, cada día matan a una, cada día violan a una, cada día nos hacen sentir miedo.

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