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Paulina Mercado · Estudiante de comunicación 

Cada vez que enciendo la televisión o reviso mi teléfono, una noticia más: otra mujer que no volvió a casa, otra mujer que desapareció, otra mujer que fue asesinada. Y en la mayoría de los casos, de la forma más cruel posible. Me duele, pero ya no me sorprende. Y eso es lo que más asusta: que el horror se haya vuelto rutina, que el miedo nos envuelva hasta el punto de parecer normal, que al leer una noticia y en lugar de indignarnos, suspiremos con resignación. Porque si hoy fue ella, mañana puedo ser yo. Podrían ser mis amigas, mis hermanas, incluso mi madre. Y ese pensamiento crece, nos carcome, nos llena de una ansiedad que nunca descansa. La impotencia nos abruma al punto de sentirnos asfixiadas, las lágrimas ya son de tristeza, son de frustración ante la realidad de nuestro país, transmitiendo un grito de ayuda que pareciera que solo entre algunas mujeres podemos escuchar. Nos están quitando la capacidad de asombrarnos ante la injusticia, y eso es aterrador.

Desde niñas aprendemos a tener miedo. Tristemente, nos enseñan que ser mujer es una lucha constante. No porque queramos que lo sea, sino porque el mundo nos obliga. Como por ejemplo: Al cuidar la ropa que usamos, porque en muchos casos, si nos pasa algo, la “culpa” siempre recae en nosotras, a no caminar solas, a siempre compartir nuestra ubicación con amigas o familiares por si acaso, que siempre debemos traer un objeto con el que podamos defendernos, o a apretar las llaves entre los dedos. Nos enseñan a vivir en alerta y con la incertidumbre de si volveremos sanas y salvas a casa. Siempre nos han estereotipado con el rol de la débil, las que deben ser protegidas, las que deben obedecer normas que no elegimos y nos han querido moldear a un sistema que nos prefiere calladas. Nos hacen creer que nuestra voz es un problema, que nuestra resistencia es una amenaza. Cuando alzamos la voz, nos dicen que exageramos, que vemos problemas donde no los hay. Nuestra lucha es minimizada, ridiculizada, tratada como un capricho en lugar de una necesidad. Como si querer vivir sin miedo fuera demasiado pedir.

Y a pesar de todo, disfruto ser mujer. Amo la forma en que nos apoyamos en la otra, el cómo podemos empatizar con las historias de más mujeres para acompañarnos en nuestras luchas, la manera en que nos levantamos a pesar de todo. Pero también hay días en los que solo quiero llorar. ¿Cuántas veces hemos escuchado una historia cercana? Amigas, familia, compañeras de la escuela o maestras. ¿Es normal que casi todas hemos pasado por algo así, solo por ser mujeres? Desde el acoso «inofensivo» en la calle, humillaciones, amenazas, violencia psicológica, golpes, abuso sexual, hasta el peor de los horrores, la muerte. Y nosotras lo sabemos, porque lo vivimos, porque lo cargamos todos los días.

Es rabia lo que sentimos cuando una de nosotras sufre algún tipo de agresión solo por ser mujer, de cualquier persona, pero especialmente de hombres. Y terminan siendo justificados ante argumentos absurdos, donde las “culpables” somos nosotras. Eso me lleva a cuestionar,

¿ellos lo entienden? A veces siento que no. Que para algunos es un problema lejano, algo que prefieren ignorar, que no les toca porque no lo viven. Ojalá lo entendieran sin que una de nosotras tuviera que sufrirlo. Ojalá pudieran sentir, aunque sea por un instante, lo que es este miedo. No para asustarlos, sino para crear consciencia de la realidad de muchas mujeres. Para que puedan empatizar y dejen de dudar de nuestras historias y de minimizar nuestro dolor.

No quiero vivir con miedo. No quiero que cada vez que una mujer salga, el primer pensamiento sea si volverá o no. No quiero que nuestras vidas sigan siendo un hilo delicado que depende de la suerte, de la indolencia o de la indiferencia. No quiero seguir contando historias de mujeres que no llegaron a casa, ni seguir preguntándome si seré la siguiente. Merecemos un mundo donde nuestras madres, hermanas, amigas y todas las mujeres, puedan caminar sin temor, donde no tengamos que educarnos para defendernos de algo que nunca debió existir. Si leerme sirve para despertar una conciencia, para que de una vez por todas los hombres vean, escuchen y actúen, entonces habrá valido la pena. La lucha no es solo nuestra; es de todos. Y hasta que eso se entienda, seguiremos alzando la voz, porque nuestras vidas, nuestras historias, valen la pena ser escuchadas.

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