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¿DISCIPULADO O MARKETING RELIGIOSO? LA FE EN TIEMPOS DE CONSUMO

Verónica Carolina Ruiz Ortiz · Estudiante de Licenciatura en Teología

Hay algo profundamente inquietante en observar cómo el lenguaje de la fe empieza a parecerse, cada vez más, al de una campaña publicitaria. Se evangeliza con jingles emocionales, se predica con fórmulas digeribles y se prometen beneficios espirituales con la misma lógica con la que se vende un producto de bienestar. Lo incómodo, lo difícil, lo que exige conversión real, ha sido reemplazado por palabras suaves, fondos musicales inspiradores y un tono cuidadosamente calculado para no incomodar.

En este contexto, cabría preguntarse sin suavizantes ni frases diplomáticas si estamos formando discípulos o si estamos promoviendo una versión emocionalmente rentable del cristianismo. ¿Cuándo fue que el seguimiento de Cristo se volvió una experiencia ligera, sin cruz ni conflicto, donde el centro ya no es el Reino, sino el público?

No es una exageración decir que muchos espacios de predicación contemporánea han sido colonizados por la lógica del mercado. Importamos estrategias, formatos, ritmos y discursos, convencidos de que, para ser escuchados, debemos competir con el algoritmo. Y quizás sí… pero ¿a qué costo?

El problema no es el uso de herramientas modernas sería absurdo demonizar lo digital sino la renuncia silenciosa al contenido en nombre de la aceptación. Cuando el Evangelio se convierte en eslogan, pierde filo. Cuando la prédica busca likes antes que verdad, deja de incomodar. Cada vez que se oculta la cruz, no solo se suaviza el mensaje: se traiciona su sentido.

José Manuel Bernal lo señala con claridad teológica: “El cristianismo no puede convertirse en un bien de consumo sin traicionar su esencia, que es la gratuidad del don de Dios” (Teología de la Evangelización, 2007). Y esa traición ocurre no en un acto aislado, sino en pequeñas concesiones cotidianas: cuando se edita lo incómodo, cuando se omite el conflicto, cuando se transforma la comunidad en audiencia.

La carta a Timoteo lo decía sin filtros: “Predica la palabra; mantente preparado en todo momento, sea o no sea oportuno; corrige, reprende y anima con mucha paciencia, sin dejar de enseñar”. (2 Tim 4,2). Esa clase de anuncio no se viraliza fácilmente. No es seductor. Pero es verdadero. Y esa verdad, cuando se vive con honestidad, tiene el poder de transformar.

No se trata de elegir entre lo moderno y lo antiguo. Se trata de recuperar lo esencial. Evangelizar no es agradar: es anunciar. Discipular no es entretener: es acompañar en un camino que duele, que interpela, que libera.

Si la fe se vuelve un producto más en el menú de opciones emocionales contemporáneas, entonces la Iglesia habrá dejado de ser signo de contradicción para convertirse en una marca más, cuidadosamente empaquetada para no incomodar a nadie.

Pero el Evangelio no fue pensado para encajar. Fue pensado para despertar. Y esa incomodidad, bien llevada, sigue siendo una forma radical de amor.

Referencias:

Bernal, J. M. (2007). Teología de la evangelización. Editorial San Pablo.

Biblia Nueva Versión Internacional. (2015). 2 Timoteo 4:2. Sociedad Bíblica Internacional.

Comunicación Sistema UNIVA

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